En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 8 de mayo de 2025

Las mentiras de la noche – Gesualdo Bufalino

 


¡Qué novelón estas ciento y pico páginas del siciliano Gesualdo Bufalino! Un autor, por cierto, que no publicó nada hasta los 60 años.

Con una prosa preciosista, lírica, alejada de la simpleza del realismo, pero con la intención lograda de causar intensas sensaciones, Bufalino cuenta la última noche, en un presidio sobre un islote inaccesible, de cuatro condenados a muerte. Carbonarios acusados de conspirar contra la dinastía borbónica.

Aunque condenados a muerte... no con total certeza, porque para pasar esa noche el gobernador les entrega una urna de madera, papeles y material de escritura y les plantea un dilema: todos, antes del amanecer, deben meter en la urna un papel. Si solo uno de ellos descubre en él la identidad del Padreterno, que es como se hace llamar el misterioso líder carbonario, todos quedarán vivos. Pero si ni uno confiesa, la condena se confirmará y todos morirán decapitados. Guillotinados. Es decir, el gobernador da a los cuatro la ocasión de traicionar sus ideales sin ser descubiertos por los demás. Y además el traidor no solo se habrá salvado a sí mismo, sino también a sus colaboradores, con lo que podrá calmar su conciencia.

Los reos, un viejo aristócrata, un soldado, un estudiante y un poeta son recluidos en una sala junto a la urna y a un famoso bandolero que, tras haber sido torturado, también espera la muerte al alba.

Sin otro remedio que afrontar esa larga noche junto a la tentación de traicionar sus `principios en la urna y en medio de las desabridas opiniones del ya viejo bandido, los cuatro deciden que el mejor modo de pasar sus últimas horas en el mundo no es temiendo la muerte, sino recordando la vida, y así es como cada uno cuenta una historia sobre sí mismo. Algo que les ha marcado.

Con cada una de esas historias, una especie de relatos dentro del relato, los principios y razones de cada cual quedan más y más zarandeados, hasta el punto de preguntarse el lector cómo es que gente impulsiva y sometida a esos vaivenes emocionales han llegado a ser, sin embargo, tan fieles a la causa carbonaria, al derrocamiento de un rey que ni siquiera tiene hijos que alarguen la monarquía, aunque sí un hermano que, como último remedio, heredará el trono.

El lector vacila a la hora de prever por dónde saldrá cada personaje al final de la noche, de esa noche de mentiras que anuncia el título. ¿Habrá un traidor? Parece que sí. Cualquiera podría serlo sin ser por ello desleal con su propia vida, pues quien más y quien menos ha sido egoísta. Podría darse el caso, incluso, de que todos acabaran siendo traidores, con lo que conservarían la vida, pero difícilmente podrían mirarse a la cara entre ellos. Podría pasar que… Podrían suceder mil cosas, porque cada uno tiene en su mano su propia salvación y todos tienen, también, el deseo de ser fieles a sus ideas, deseo más fácil de mantener si se confía en que al menos otro no traicione esos ideales comunes.

Es así como la novela avanza hacia un final movidísimo, repentino, inesperado y genial, que se desarrollad en dos pasos. Uno primero en el que se resuelve la suerte de los reos y, en un momento inmediatamente posterior, un nuevo final, una nueva interpretación de los hechos que deja pasmado y admirado al lector y sin saber qué carta tomar: o los prisioneros fueron unos genios, o alguien fue víctima de su propia idiotez.

El lector, como todos y cada uno de los personajes de esta historia, queda en manos de su propia opinión.

Las mentiras de la noche han causado estragos. El principal, hacer invisible una verdad que inequívocamente está ahí pero que es imposible identificar con certeza. Aunque, eso sí, hay una opción con mucha más fuerza que otra. Con ella, pero con la duda, se queda el lector.

Una genialidad.


lunes, 5 de mayo de 2025

Los muertos no se tocan, nene – Rafael Azcona

 


Lo más solemne que podemos hacer es morirnos. 

Otra cosa, claro, es que en tan delicado trance la solemnidad empieza en uno mismo y termina en el primer deudo o señor que pasa por allí con la mente en otra cosa.

Decía en este blog, en 2012, que lo contrario al humor no es la seriedad, sino la solemnidad. Y como la solemnidad no es otra cosa que el artificial adorno de la realidad para dar importancia a algo o alguien, cuando en la escenificación irrumpe lo cotidiano se rompe la solemnidad, y por la grieta se cuela el humor. Por eso movía a la sonrisa el gavioto que en el último cónclave se instaló durante interminables minutos junto a la chimenea de la sala aneja a la Capilla Sixtina, enfocada por una cámara fija que retransmitía a todo el mundo, a millones de televidentes cuya espiritualidad se vio sustituida por el temor a que los intestinos del avechucho interfirieran en el humeante habemus papam; por eso sonreímos hace ya más tiempo, en 2007, cuando el Presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, visitó una mezquita en Turquía y, al descalzarse, mostró al mundo los tomates de sus calcetines, por los que asomaron dos relucientes dedos gordos; o por eso no fueron pocas las autoridades incapaces de reprimir una sonrisilla cuando, en el momento más solemne del desfile del 12 de octubre de 2019, el paracaidista que traía desde los cielos la bandera nacional (¡qué evocador la patria descienda de los cielos!) se dio un trastazo contra una farola y con él quedó, colgando cual longaniza, el símbolo de la soberanía nacional.

Con esta idea, la de ruptura del protocolo (porque el protocolo es el ritual para invocar la solemnidad), juega constantemente Rafael Azcona en esta divertidísima novela que publicó en 1956, cuando tenía solo treinta años.

La censura no permitió que fuera llevada al cine, probablemente porque las alusiones sexuales son sorprendentemente claras y abiertas para la época. Tuvo que esperar hasta 2011.

Logroño. Años cincuenta del siglo XX. Don Fabián, casi centenario, está a punto de morir en su casa, en su cama, y lo hace no sin antes pronunciar unas últimas palabras llamadas a pasar a la posteridad, aunque lo que entiende su hijo lo sabrá quien lea la novela. El caso es que el hombre casca y, habiendo sido nada menos que funcionario municipal (amén de gran aficionado a los toros) hay que dar a las pompas fúnebres el brillo necesario, sobre todo porque es probable que el alcalde en persona pase por el domicilio a dar el pésame, con lo que lo importante, al final, no es el muerto. Es que los vivos queden bien con el regidor. Es decir, el muerto pasa a ser instrumento de las aspiraciones de los vivos. ¡Pobre don Fabián! ¡Toma solemnidad!

En torno al difunto está su hijo, un septuagenario viudo, tratante de piensos, algo aturdido por el deceso; su hija y el marido (un suboficial militarote, un besugo con ínfulas) que intentan llevar la dirección de las honras; y el biznieto Fabiancito, adolescente que además de incipiente pésimo poeta está descubriendo el sexo en verso y prosa. En torno a la desconsolada, ejem, familia, está la criada, un mendigo, un señor de Bilbao y quién sabe si la segunda nieta del finado, en su día expulsada de la familia por cometer la ignominia de liarse nada menos que con un afilador gallego, que, por si acaso alguien lo ignora, era lo más bajo que cabía imaginar en la sociedad de la época.

Y así, tras un comienzo titubeante que hace que al menos el primer tercio de la novela parezca ir sin rumbo, la acción va cogiendo velocidad hacia su destino final, que no es otro que enterrar a don Fabian. Lo que sucedió en el ínterin lo sabrá quien lea una novela con la que, lo reconozco, he tenido que dejar de leer al menos dos o tres veces por culpa de la risa.

Termino: los años cincuenta, con sus tremendas carestías, también juegan un papel humorístico impagable. Intentar mantener las apariencias cuando apenas hay nada que aparentar da un juego notable. La improvisación, la chapuza y las ideas extravagantes campan a sus anchas y retratan a una sociedad que quiere y no puede incluso cuando llega la muerte. Una sociedad, también, donde el mejor parado es el caradura y donde todo hijo de vecino rinde pleitesía a quienes tienen dinero suficiente para no pasar penurias. 

Humor a raudales, especialmente negro. ¡Y qué bueno es el buen humor negro! Al trivializarla, nos hace perder el miedo a la muerte y mirarla a los ojos. Nos hace casi hasta darle una palmadita en la espalda.