Conforme más
libros de historia sobre la Guerra Civil leo, más me asombra la ignorancia en
que vivimos y más me afrenta la «ignorancia culpable». Es decir, la de quienes
conscientemente evitan la obra de historiadores de prestigio para echarse en
brazos de los diferentes tipos de cantamañanas dispuestos a «crear historia» a
gusto del cliente.
Paul Preston
(1946) estudió y se doctoró en historia en la Universidad de Oxford, fue profesor en la
de Reading, en el Centro de Estudios Mediterráneos en Roma, en el Queen Mary
College de la Universidad de Londres, donde llegó a catedrático a los 39 años,
y, desde 1991, es catedrático de historia contemporánea en la London School of Economics and Political
Science. Es uno de los hispanistas más conocidos y renombrados.
En algún sitio he leído que escribir
esta obra le costó una década (y sigue revisándola) y enormes esfuerzos emocionales debidos a lo escalofriante de los testimonios y datos recabados.
El holocausto español lleva por
subtítulo «Odio y exterminio en la Guerra Civil y después». Creo que
«exterminio» es la palabra clave para comprender las diferencias entre
las distintas violencias: casi todas fueron ejercidas desde el odio, el cual tenía diferentes causas, pero es la voluntad deliberada y planificada de exterminar lo que causó el holocausto. Luego lo explico.
Esta obra
viene a ser un muy documentado repaso, muy amplio geográficamente, de las
atrocidades cometidas durante la Guerra Civil y en los años inmediatamente
posteriores. En estos últimos la violencia se ejerció por la dictadura prácticamente en régimen de monopolio, y siguiendo las mismas pautas que durante la guerra. Creo que este hecho es probatorio de la voluntad de extermino: una vez alcanzado el poder y controladas todas las instituciones, nada, sino la voluntad de exterminar al discrepante, podía justificar que se prosiguiera con las matanzas. A esta práctica Franco la llamó «redención», y él y otros responsables del régimen la justificaron en público en numerosas ocasiones.,
Hablando de la Guerra Civil, con la que comienza este libro, lo primero que llama la atención es la escasísima atención que se
presta a los combates propiamente dichos. La violencia que analiza Preston es
la violencia «en frío», la que puede ahorrarse quien la ejerce sin perder una
batalla o ceder una posición. La violencia gratuita. La que, a diferencia de la
violencia en combate, no nace de la necesidad de matar para no ser matado, sino
del odio, de la voluntad de exterminio. En general, analiza la violencia lejos del frente, en las retaguardias. Aunque debo corregirme: junto a la violencia
«en frío» Preston además da cuenta de la producida, también fuera del frente,
en la agitación previa a una inminente derrota tras la que llegarán salvajes
represalias.
Durante unas novecientas páginas Preston hace una larga recapitulación de centenares de
episodios de violencia. Los expone incluyendo detalles precisos para valorar el
grado de odio (como actos humillantes, torturas o salvajes crueldades innecesarias para matar),
contextualizando cada situación (por ejemplo señalando si, previamente, en la localidad de
turno, había habido o no violencia contra quienes con ocasión de la guerra la ejercieron, o todo
aquello que podía exacerbar los ánimos, como un asedio lleno de penurias y
desesperanza o el deseo de vengar acciones políticas concretas). Preston realiza su
análisis desde un plano a un tiempo territorial y cronológico: lo sucedido
inicialmente en la parte del territorio controlada por los sublevados y en la
que no, y lo que fue ocurriendo a medida que se fue modificando el mapa. A este
respecto, cabe recordar que, salvo escasísimas y poco duraderas ocasiones, solo
los sublevados ganaron terreno, por lo que las represalias y exterminio del conquistado fueron también casi monopolísticas. En cambio, hay más similitudes en los primeros meses de la guerra.
El lector
que aspire a ser juicioso probablemente se dará cuenta de que en ese periodo
convivieron muy distintos tipos de violencia, cada una de las cuales tiene unos
responsables. Hubo violencia «individual», es decir, ejercida sin otro motivo
que las apetencias de agresores que se sentían impunes en una situación caótica
o protegidos por su pertenencia al colectivo dominante, y hubo violencia programada
y organizada, sin duda la peor, la más intensa, trágica y reprobable. Pero dentro de esta
última también es preciso hacer distinciones, porque no todas tienen la misma
explicación, ni las mismas causas, ni el mismo grado de planificación y centralización en la toma de decisiones monstruosas.
Para
adentrarse en El holocausto español conviene tener claro el mapa de
protagonismos: el dominio de los rebeldes en las áreas que controlaban (en las
que pronto sometieron a su dictado a falangistas y requetés, aunque desde el
principio las actuaciones de unos y otros poco se diferenciaron en cuanto a sus destinatarios y modo de ejercicio), y el proceso
revolucionario que se vivió en el resto de España, con el Gobierno y la
Generalitat perdiendo por completo el control de instituciones, territorios y lugares clave,
que quedaron en manos de milicias y organizaciones sumamente ideologizadas y
que actuaban por su cuenta unas veces movidas por el odio, otras por el afán de venganza y alguna, quizá, solo quizá, por la desesperación. Conviene tener claro que también se produjo violencia extrema en el enfrentamiento entre estos grupos, y el papel que en todos los territorios jugaron muchos sospechosos de simpatizar con «los otros», personas que se emplearon con especial saña para disipar dudas sobre con quién estaban. Con toda certeza, a ambos lados del frente muchas víctimas lo fueron a manos de personas de su misma ideología.
Preston
no solo da cuenta de los actos violentos sino que, como he dicho, los
contextualiza, y para trasladar las verdaderas motivaciones con frecuencia
recurre a mencionar el desarrollo de los procedimientos jurídicos usados, los cuales se quedaron en un decir con la honrosa excepción de lo poco que quedó bajo el control gubernamental. El objetivo del libro no es inclinar la balanza hacia nadie, sino retratar la violencia. Lo cual no impide (más bien el rigor obliga) señalar las diferencias. Lo que distingue una violencia de otra no es una cuestión de número de muertos, sino de los objetivos del agresor, los cuales se reflejan en sus procedimientos: asesinatos sin juicio ni previa detención, o ausencia de juicios a los detenidos, o juicios donde los encausados ni tenían abogados defensores, ni derecho a hablar; o los
eufemismos en los partes de defunción; o el tratamiento a los muertos y a sus familiares... Todo esto, frente a prácticas jurídicas y forenses
más acordes a lo deseable, revelan la concepción de la violencia, la posición
ante ella y la finalidad con que se usó.
Además,
Preston analiza no solo la barbarie cometida en cada sitio, sino también la
respuesta de las autoridades, institucionales o autoerigidas, que controlaban
cada lugar o situación. Así se ve con nitidez que mientras que entre los sublevados la
barbarie era impune, entre otros motivos porque era promovida desde las más
altas instancias, allá donde la República mantuvo un mínimo control intentó
hacer pagar las barbaridades cometidas en su nombre, aunque rara vez lo consiguió. Se ve también quiénes se
sacrificaron, incluso al punto de perder la vida, por salvar la vida de sus
oponentes, y quiénes no.
El
resumen de todo es que el levantamiento militar de 1936 puso en marcha una
dinámica no de victoria, sino de exterminio. El objetivo de vencer y hacerse
con el poder estaba supeditado a la previa eliminación física del discrepante. Fue algo
planeado e instigado para eliminar a «los enemigos de España» y beneficiarse
del paralizante terror que sufrió el resto de la población. De ahí la falta de
consecuencias ante la denuncia de la barbarie cometida desde sus propias filas,
y de ahí, también, las regulares matanzas que se sucedieron durante años una
vez terminada la guerra. En el territorio no controlado por los sublevados el
odio también provocó un sinfín de matanzas, protagonizadas la mayor parte de
ellas por grupos que se habían alzado contra la República por considerar que se
les quedaba corta. Estas matanzas fueron arbitrarias, pero no respondían a un
plan premeditado, y en algunas otras ocasiones tuvieron carácter de «venganza» por alguna
matanza previa en el territorio sublevado y en alguna otra carácter «preventivo»
(como los motivados por el psicótico miedo a la quinta columna), lo cual no hace menos dramático todo, pero ayuda a situar a cada cual en su lugar hasta donde es posible.
Llama la
atención el detalle con el que Preston analiza las matanzas de Paracuellos. Ninguna
otra es estudiada con tanto pormenor. Estas matanzas fueron las más bárbaras en
el territorio no controlado por los sublevados, pero su desarrollo es también el más
confuso por el momento en el que se iniciaron: en las horas siguientes a que el
Gobierno de la República, con toda la cúpula de la administración, dejase
Madrid (tras ordenar el traslado lejos del frente, y no la ejecución, de los presos que fueron ´victimas de la matanza) y se formase una Junta de Defensa cuya composición estaba relacionada
con quién ejercía el poder efectivo más que con quién detentaba el
institucional. Preston hace bastante luz en un punto en el que el análisis hora
a hora, algo complicadísimo de hacer, es clave para atribuir responsabilidades,
pues fue en esas horas cuando se crearon ciertas cadenas de mando y en las que
se tomatón decisiones sobre las que es preciso estudiar hasta qué punto fueron conocidas
fuera de la cadena. Consciente de la polémica al respecto que siempre acompañó a Santiago Carrillo, de 21 años entonces y aún vivo cuando se publicó este libro, Preston le dedica especial atención, y llega a la conclusión de que es imposible que Carrillo no estuviera al tanto de las matanzas y de que no hay noticia de que se opusiera a ellas o intentara detenerlas, como sí se hizo desde otras instancias, aunque la primera iniciativa correspondiera a otros. En relación a esta última idea, también detalla algo que frecuentemente se olvida en
el burdo y triste debate entre quienes se echan matanzas a la cabeza: quiénes pusieron
fin a éstas y si intentaron o no exigir responsabilidades a los responsables. La República intentó hacerlo con posterioridad, aunque en la tesitura de una ciudad sitiada, a punto de caer y amenazada con sufrir las mismas represalias que se habían vivido en otros lugares, es fácil comprender el papel que jugó el pragmatismo.
No es la única figura en la que Preston se detiene, aparte de las inevitables de quienes eran la cabeza del poder en algún sitio. El obispo Anselmo Polanco, Melchor Rodríguez...
Lo he mencionado ya, pero a la hora de terminar esta reseña lo recuerdo porque está presente a lo largo de
todo el libro: lo que diferencia la violencia son varios puntos: la razón de los asesinatos, su
planificación, su sistematización o no, la existencia o no de garantías para los
juzgados y condenados a muerte o a otras penas y, por supuesto, si se exigió
responsabilidad o no a quienes, dentro del propio bando, obraron criminalmente. Y por supuesto, quién ejerció violencia sistemática y quién no en tiempos de paz, por más convulsos que fueran.
Las
conclusiones son claras, y han quedado apuntadas a lo largo de esta reseña.
Si
resulta imposible imaginar la magnitud de la barbarie sin leer este libro,
resulta atroz intentar imaginar cómo debió de ser vivir aquellos días.
Por
último, perdonadme la «frivolidad»: los solo 14,2 euros que cuesta la edición de bolsillo de esta apaullante obra, permiten poca excusa a la «ignorancia culpable».