Con la excepción de un librito de ficción al año, el Instituto de Estudios Altoaragoneses (IEA) solo hace publicación científica. El librito, dentro de la colección «Letras del año nuevo», sirve para felicitar el año y también se pone a la venta.
En este complicado 2025 el título ha sido «El hombre que enseñaba a leer», y, con ilustraciones de David Adiego, el autor c´est moi.
Solo me pusieron una condición para disfrutar del honor de participar en esta ya larga colección: la obra debía ser breve. La temática, en cambio, era libre, totalmente libre me advirtieron los muy insensatos. Hacía falta osadía, ¿eh?, porque dar rienda suelta a un tipo con títulos como «La terrible historia de los vibradores asesinos», «La sota de bastos jugando al béisbol» o «La detención de los Reyes Magos» podía provocar que una institución tan seria como el IEA felicitara el año nuevo con cualquier estropicio. Hasta con los Reyes Magos recién condenados.
Que hice uso de la libertad lo demuestran las opciones que barajé: alguna corta aventura de Ajonio Trepileto; otra de un antepasado suyo; la historia, basada en hechos reales, de un caradura que intenta camelar a un alcalde para llevarse un dinerillo a cambio de humo… Pero ninguna de ellas me convenció. O, al menos, no para esta ocasión. Sí lo hizo «El hombre que enseñaba a leer». Estas son las razones:
Dado que el IEA tiene un papel relevante en el mundo cultural aragonés y buena parte de su actividad se traduce en publicaciones, consideré oportuno que los libros ocuparan un hueco en la historia. Sin pretender, eso sí, escribir algo tan manoseado como un libro sobre el mundo editorial.
Por otra parte, en el permanente y complejo proceso de amueblarnos la mollera los papeles más importantes están reservados a profesores, investigadores, pedagogos… A todos quienes hacen posible que funcione un colegio y que haya algo que contar en él. Siempre me he sentido en deuda con esta invisible multitud. Don Celso, el maestro de escuela nonagenario al que otro personaje, Rafael, agradece haberle enseñado a leer, me permitía homenajearles.
Como además la extensión debía ser reducida, aproveché para recordar que no hacen falta muchas páginas para disfrutar de la gran literatura. Nunca he entendido que la brevedad vaya en mengua del prestigio. Para mí es exactamente al revés. ¡Viva lo pequeño! Lo digo por las novelas de Kafka, Steinbeck o Hemingway que Rafael se lleva en el bolsillo para leer en los descansos de sus caminatas.
Anclar todo esto a la actualidad me lo permitió Irene Vallejo. Su «Manifiesto por la lectura» (también una obra corta) es el detonante de lo que sucede a los protagonistas. Desde hace cinco años no me resulta posible hablar de la importancia de la lectura sin pensar en ella, que en esta pequeña historia tiene colaboradores insignes: Albert Camus y el ayer fallecido Mario Vargas Llosa también ensalzaron la importancia de saber y poder leer, y además lo hicieron en el instante de mayor reconocimiento a su trayectoria y obra.
Desde finales de un mes de diciembre (me apeteció que un libro con las características de este transcurriera en esas fechas) los recuerdos de los personajes se expanden a lo largo los inviernos, primaveras, veranos y otoños de toda su vida, disfrutada y sufrida en Santa Clara, la ficticia localidad donde transcurre «La detención de los Reyes Magos» y alguna otra historia que tengo escrita desde hace años.
Hasta aquí razones y guiños, todos más o menos literarios o relacionados con los partícipes en esta obra.
Pero ya he dicho que «El hombre que enseñaba a leer» no es relato sobre libros, porque, ¡ay!, la letra impresa no es la vida, aunque lo parezca porque se construye con idénticos mimbres: recuerdos, miedos y anhelos. Por eso en torno a don Celso y Rafael debía ocurrir algo. ¿El qué? Pues eso: la vida.
Es decir, amor, ilusiones, decepciones, ambiciones, temores, esperanzas…
Aunque… ¿El alma de emociones y sentimientos no es la ficción? ¿O no es ficción cuanto imaginamos, tememos, esperamos o deseamos y aún no ha llegado o no ha de llegar nunca? Lo opuesto a la certeza es la duda, y la duda la construye la imaginación. Y como en el mañana, o en el minuto próximo, que es donde a menudo fijamos la atención, no puede haber certezas...
Así que la vida, al final, tiene mucho de ficción.
Como las novelas.
Así que igual lo que he afirmado antes está equivocado y vida y literatura no solo se parecen.
Y este es un buen motivo para que, leamos o no, reivindiquemos la imaginación.
Porque vivimos en ella.
Y porque, por eso, leer es vivir.