Los científicos saben cómo surge la conciencia, el reconocimiento del yo. Son capaces de explicarlo desde el punto de vista evolutivo e incluso de decir cómo funciona el cerebro para hacerla efectiva. En cambio, no tienen nada claro qué es y cómo surge algo que ni siquiera consideran útil en términos evolutivos: la subjetividad.
Sobre la base de la primera idea (o, más bien, con Millás mezclando e intentando separar ambas) y jugando inútilmente y en exceso con la geografía cerebral, Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga firman el último libro de una exitosa trilogía que nadie anunció. Si no recuerdo mal, el primer libro iba a ser el único, o esa posibilidad se insinuaba; y el segundo, el ultimo. Pero claro…
De los tres, este el más flojete. Se trasladan pocas ideas y demasiado machaconamente; además, son más complejas y difíciles de entender, aunque el motivo quizá sea que las metáforas son menos afortunadas, o más desganadas. Sin embargo, lo que el libro pierde por el lado científico lo gana por el literario, porque buena parte de su razón de ser es la divertida narración –vista a través del sentido del humor de quien la escribe, Juan José Millás- de la relación entre el antropólogo y el escritor.
La pareja sigue funcionando por oposición quijotesca: uno es el sapiens y otro el neandertal, ya lo sabemos. El primero es el científico y el segundo el romántico; uno es el osado que siempre lleva la iniciativa y el otro el apocado que se deja arrastrar; el uno es el apegado a la realidad y el otro a las musarañas; el primero ansía vivir la vida y el segundo parece preferir soñarla.
Esta dualidad es llevada hasta el extremo por Millás. En varias ocasiones indica que no se considera amigo de Arsuaga. No habrá lector que no se pregunte cómo puede ser: tras varios libros de éxito basados en numerosos encuentros amables y entretenidos, tras infinidad de entrevistas, charlas y conferencias en ambientes relajados y con buen humor... Hay confianza entre ellos. Hay cierta compenetración. Podría decirse que hay cariño y comprensión. Pero no amistad, proclama Millás. Entender la relación entre ambos llega a robar protagonismo al débil planteamiento del origen de la conciencia, de cómo surge, de para qué sirve, de con qué se confunde y de si es posible establecer o no una relación entre ella y lo no científico.
Este último punto es clave: Arsuaga trata de explicar la conciencia desde un punto de vista científico, y a Millás le cuesta separarla de la trascendencia (es decir, de lo no constatable). En el proceso de entenderse se producen las explicaciones. El sapiens debe rebajar el nivel de su discurso, y el neandertal elevar el suyo hasta alcanzar un punto de entendimiento trasladable de modo inteligible a ese otro neandertal (¿o eslabón perdido?) que es el lector.
Millas adopta el papel de traductor incompetente que, consciente de su incapacidad, enfrenta al lector al texto original afirmando: «dicen que aquí dice que…». Un traductor, también, que opina y expresa sus dudas y desacuerdos sobre el contenido del texto original con una actitud escéptica expresada de modo humorístico. Irónico una veces, algo socarrón otras.
En el primer libro Arsuaga nos dijo, por boca de Millás, que toda evolución se justifica en la adaptación al medio o en la sexualidad (para resultar más atractivo y garantizar la procreación). En el segundo explicaron cómo condiciona la muerte la evolución, las consecuencias de la novedosa longevidad alcanzada en las últimas décadas y por qué la muerte siempre será inevitable por más que se retrase. En este tercero no veo muy claro si los autores han tenido la conciencia de que no han evolucionado ni para adaptarse a un medio con ya dos obras a cuestas ni para hacer una tercera tan seductora que justificara una cuarta; pero sí la han tenido de que tras la trabajada longevidad del éxito mercantil, no queda otra que morir.
Así termina este experimento literario, fruto de la curiosidad, entretenido, agradable, inteligente y maravillosamente escrito.
Aunque, volviendo al principio, el meollo de la vida, que es también lo que interesa al profano (pero no al científico, que no sabe cómo meterle mano) es algo que va mucho más allá de la vida, la muerte y la conciencia: es la subjetividad.