En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 2 de junio de 2025

Mascarada – Terry Pratchett

 


La solemnidad es la liturgia inventada por el ser humano para dar importancia a las cosas o, más frecuentemente, a sí mismo. Por eso, cuanto más importante pretende ser una persona de mayor solemnidad se rodea. El mejor ejemplo lo hemos tenido hace poco con la elección de León XIV: los papas, que al atribuirse el papel de representantes de Dios se situaban incluso por encima de los reyes, se rodearon de una solemnidad sin parangón para dejar constancia de su insuperable posición (¡casi divina!) e incluso organizaron el tinglado de los cónclaves dotándolos de un deliberado punto de misterio: el aislamiento de los cardenales electores y el secretismo absoluto sobre cuanto acontece en la Capilla Sixtina permite que sea la imaginación de la gente la que ponga la guinda (divina, por supuesto) al monumental pastel que desde la tierra llega al cielo y que lo mundano de las negociaciones, de ser públicas, hubiera derrumbado.

En realidad, no existe ámbito humano sin cierta jerarquía. No existe profesión o grupo en el que unos no se sientan superiores a otros e intenten traducirlo en algo visible. Y cuanto más visible desee hacerse, más precisa y útil es la solemnidad.

Entre los músicos, sean instrumentistas, cantantes o compositores, no hace falta ser muy espabilado para darse cuenta de que la música clásica y la ópera se invistieron hace tiempo del honor de ocupar la cúspide. Y, por tanto, para que nada los desmereciera, su público también debía ser el más selecto. Todo esto debían proclamarlo los gestos, la liturgia, los oropeles. Desde lo grandioso y artístico de los teatros y las puestas en escena hasta el trato a las figuras («divo» procede de «divus», que significa «divino»), las más célebres de las cuales, según el tópico creado, son incapaces de pisar un hotel de menos de ochenta estrellas, de contentarse con menos de no sé cuántos minutos de aplausos y toneladas de rosas y que para colmo desarrollan sus particulares «liturgias solemnes», totalmente exclusivas, a través de excentricidades o caprichos que los distingue del vulgo. Como ya he dicho, el público tampoco puede estar compuesto por desarrapados, sino por lo mejorcito de cada lugar y encopetado. Que este modo de encumbrarse en el mundo de la música ha sido la pauta desde hace algún siglo que otro siempre lo han reconocido tácitamente, por imitación, quienes andan por debajo en el escalafón: las estrellas de la música popular, envidiosas y no menos vanidosas, a medida que crece su fama (no antes, por si acaso) se apresuran a emular las extravagancias de los divos y, para no dejar dudas sobre su valía, siempre han estado dispuestos a «consagrarse» «viéndose reconocidos» con una filarmónica detrás, da igual si uno se llama Freddy Mercury o Raphael. Otra cosa es, claro, la pela manda, que a menudo haya que abrir el espectáculo al populacho, que al final es lo que da dinero, aunque bien es cierto que muchos acuden atraídos por lo que acabo de contar.

Digo todo esto porque la solemnidad es territorio abonado para la parodia, pues apenas el boato deja ver una costura, a través de ella se vislumbra la prosaica realidad: un ser humano con ínfulas y no pocas veces necesitado (a menudo enfermizamente) del reconocimiento ajeno; alguien, en definitiva, que pretende ser superior a aquellos a quienes necesita inexcusablemente para sentirse así.

Terry Pratchett construye en Mascarada un mundo operístico chapucero, tristemente alegre y con muchos puntos patéticos en el que, como en el mundo real, la espiritualidad de lo excelso se derrumba como víctima de un tiroteo ante la presencia de la pasta, lo cual demuestra una vez más que, fuera de los oropeles, famosos y poderosos no se diferencian de menesterosos. 

Además, Pratchett parodia una especie de ópera sobre la ópera: «El fantasma de la ópera». Repito: parodia la ópera parodiando una ópera sobre la ópera. Parodia a la enésima potencia. «El fantasma de la ópera» (1910) fue una novela de Gaston Leroux que alcanzó la celebridad tras su paso por el cine y la perpetuó gracias al musical –con más ínfulas operísticas que operístico- del mismo título compuesto con Andrew Lloyd Webber (estrenado en 1986, sigue en cartelera casi 40 años después). No es lo único que Pratchett parodia. El personaje de Christine (así se llamaba el amor del fantasma en las obras inspiradoras) corresponde en Mascarada al tópico de la rubia guapa y tonta: un personaje con menos memoria que una ameba, siempre alegre y que habla con muchas exclamaciones: una diva que, como verá el lector, no lo es tanto porque la realidad es más… A ver cómo lo digo… Gordita.

Sin embargo, como el simple ir y venir de fantoches con más o menos aires de grandeza hubiera complicado montar una parodia, Terry se agarra a Gaston y a las novelas negras y regala al lector algún fiambre que otro, de modo que la parodia es un marco para una pintoresca investigación. Tan chapucero es este mundo que los investigadores son tanto las víctimas potenciales como los señores que pasaban por allí.

Como siempre en Pratchett no hay un solo personaje normal. Todos son, de un modo u otro, caricaturas. Pero, a diferencia de otras veces, en Mascarada prescinde por completo de la magia del Mundodisco a pesar, incluso, del papel destacado que juegan dos viejas conocidas de los lectores de la saga: las brujas Yaya Ceravieja y Tata Ogg. Por supuesto, también hay un pequeño papel para uno de los más logrados personajes de Pratchett, la Muerte, aunque en esta ocasión aparece un poco desdibujada.

¿El resultado? Una novela algo más ágil que otras, entretenida y divertidísima. 

    Mascarada se titula así no solo por la célebre máscara del fantasma, sino porque la solemnidad, en el fondo, es la mayor mascarada.


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