Serie Sebastian Bergman, 8
Creo que cada vez que he hablado de esta saga he dicho lo que voy a repetir ahora: escribir a cuatro manos suele estar abocado al desastre (¿verdad, Camilleri y Lucarelli?) salvo en los contados casos en que la compenetración, el buen hacer, la implicación sin reservas y la fe en el proyecto común es de tal intensidad que las ideas, más que sumarse, se multiplican.
Es extraño encontrar algo así en literatura. Sin embargo, es el método de trabajo habitual entre guionistas, sobre todo en el caso de series, que por su longitud y premura (en caso de éxito) requieren un manantial de ideas de caudal regular. Es lo que son Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, guionistas, y hay que reconocer que saben hacer su trabajo y que este se nota en sus novelas: son muy televisivas, o cinematográficas.
Dicho lo cual no me queda mucho más que añadir sin volver a repetirme, la verdad, porque Culpas compartidas, la octava entrega de la serie del psiquiatra forense Sebastian Bergman, tiene todo en común con las anteriores: la escritura absolutamente correcta, sin excesos, ni divagaciones, ni ineficacias ni fallos pero también sin alardes, en la que la eficacia comunicativa prima sobre cualquier aspecto parecido al arte, que ni se busca ni se encuentra tampoco por casualidad. Y esa escritura simplemente eficaz, pero muy eficaz, sustenta una historia ágil, dividida en capítulos cortos que animan a leer más y más, construida entrecruzando varias otras historias agitadas y emocionalmente intensas, de modo que no hay capítulo que termine sin dejar al lector con la miel en los labios y la promesa de saciar su apetito si sigue leyendo.
¿Qué historias se entrecruzan?
La primera, la de un nuevo asesino en serie. ¡Qué socorridos son en la literatura pese a ser casi inexistentes en la realidad! Un asesino que, nuevamente, reta a Bergman. Un duelo peliculero en el que parece que siempre gana el bueno, pero en realidad nunca es así, porque el bueno suele ser lo bastante incompetente como para que el malo, que muy listo no parece, deba reincidir para ir dejando nuevas pistas. A fin de cuentas, si no lo identifican ¿cómo va a presumir de haber ganado nada a nadie? ¡Ay, la vanidad! ¡Hasta los locos ficticios la tienen!
La segunda, que es mollar a estas alturas de la saga porque Bergman lleva penando 2400 páginas la muerte de su hija Sabine, de tres años, en el tsumani de Tailandia en 2003, es qué pasó realmente entonces. Quedó apuntando al final de la séptima novela de la saga y, lógicamente, quienes habíamos llegado hasta ella no nos íbamos a quedar sin saber más. Y aquí hay más aunque no cuente qué para no reventar nada a nadie.
La tercera tiene que ver con personajes bastante chiflados que vuelven, como también quedó apuntando al final de la anterior novela. ¿Verdad, Elinor? El papel que juega este personaje en esta entrega es brillante. Para felicitar a los autores. Me pregunto desde cuándo lo tendrían previsto. Si reapareció para hacer lo que hace en esta novela o si primero decidieron traerla de vuelta a la escena y luego pensaron en cuál podía ser su papel.
Y, finalmente, Billy. O, por ser fiel a este libro, «el puto Billy», que anda penando por las consecuencias de ser un matarife y está dispuesto a asumirlas todas… Menos una.
De fondo, claro, la verdadera historia, que como siempre no es la del caso concreto resuelto en la novela sino la de los personajes que la pueblan: Bergman, Vanja, Úrsula, Torkel, Billy, My, Carlos… El final queda abierto a nuevas emociones. En teoría, no tan potentes como las que prometió el final de la séptima novela, pero a saber.
Soy adicto. Lo reconozco. Me parece increíble cómo las autores han sabido mantener el nivel a lo largo de ya ocho novelas y hacer de todas ellas, en conjunto, una sola y apasionante historia.
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