Tercera novela protagonizada por la subcomisaria de la policía italiana Vanina Garrasi, palermitana afincada en Catania, a donde llegó tras salir pitando desde su destino antimafia en Palermo debido a una monumental empanada afectivo-laboral.
La autora dedica las primeras páginas a hacer un rápido repaso de esos detalles y de quién es quién en el entorno de la protagonista. Lo hace, sin duda, pensando en los lectores que llegan a La cuesta de los saponari (literalmente, «La cuesta de los jaboneros») sin pasar por las novelas previas. Pero para quienes, como es mi caso, hayan leído esas dos novelas hace pocos meses, este inicio se hará un poco lento y desustanciado, aunque en cuanto la historia coge velocidad se hace tan entretenida como las anteriores y, al igual que ellas, tiene giros brillantes y originales, pero no forzados, que mantienen el suspense hasta el final. La constancia del ritmo también es la misma, y permite leer sin esfuerzo con rapidez y atención.
Que la protagonista sea la jefa de la unidad de homicidios implica, en buena lógica, la presencia de algún fiambre. Quien aporta su cuerpo serrano para la ocasión es un cubano ya mayor, rico, afincado en Suiza, que a saber qué hacía en Sicilia cuando alguien se lo cargó en el aparcamiento del aeropuerto de Fontanarrosa, el quinto más concurrido de Italia (a pesar de que Catania tiene menos de 340 000 habitantes y la provincia solo un millón).
Con el Etna siempre vigilante se produce lo habitual en estos casos: es preciso husmear en la vida de la víctima para saber quién ha podido tratarlo con tan poca amabilidad. Y como el muerto no solo había tenido ya bastantes años para hacer amigos y enemigos sino que, también, poseía una biografía casi geográfica (nacido en Cuba, se había pirado a Estados Unidos y había acabado en Suiza antes de ser apiolado en Italia y entre medio no paraba de ir de acá para allá), el asunto se complica. Lógicamente, no hay testigos ni pruebas que permitan señalar inequívocamente a un culpable, porque si los malos de las novelas fueran tan torpes como los reales, casi todas acabarían en la página cincuenta. Ah, al caballero tampoco se le habían dado mal los amores. O cosas parecidas.
Con este planteamiento la acción avanza gracias a las distintas habilidades de los miembros de la unidad, a sus contactos, y a Biagio Patane, el viejo comisario octogenario que Vanina tiene adoptado. El trabajo avanza mezclado con la evolución de la empanada afectivo-laboral de Vanina, que es el cemento que une todas las novelas de la saga. En el tira y afloja con su amor correspondido pero imposible, el fiscal antimafia palermitano Paolo Malfitano, sucede lo que sabrá quien lea la novela, en cuyas páginas Vanina sigue algo anafrodita (lo cual no es de extrañar, con lo poco que duerme), aunque no lo bastante como para que… Bueno, si hay revolcón y con quién, dejo que lo descubra cada lector.
Probablemente, Cristina Cassar Scalia, llegada esta tercera novela, haya pensado que las tribulaciones emocionales de Vanina solo pueden servir de nexo entre todas las novelas de la saga sometiendo a la pobre a un calvario afectivo que antes o después puede acabar en un más difícil todavía demasiado extravagante, de modo que para tomar su relevo en todo o en parte La cuesta de los saponari apunta ya de modo decidido (al modo de las novelas protagonizadas por Sebastian Bergman, pero no con la maestría y osadía de Hjorth y Rosenfeldt) a crear intriga y cemento a costa de la vida privada y andanzas de personajes secundarios: las desventuras del divorciado y eficaz inspector Lo Faro, las andanzas del forense homosexual y su pareja, la abogada locatis amiga de Vanina y, claro está, las relaciones entre el jefe, Macchia, y la despampanante subordinada de Vanina, la inspectora Bonazzoli, a la que solo separa de la perfección que su tipazo lo mantiene con una dieta desesperantemente escasa y estrictamente herbívora. Frente a ella, para crear contrastes, Vanina, cuya fuerza de voluntad no existe ante un plato, es capaz de comerse un buey guisado espolvoreado con ragusano.
El final lo es en un triple sentido: el del caso concreto, que acaba cerrado; el de la empanada afectivo-laboral, que obviamente no puede quedar resuelta y que Cristina Cassar Scalia deja, a modo de anzuelo, en un punto de lo más interesante; y, para terminar, con una última escena que…
Que hace que el lector quiera leer la cuarta historia de inmediato para saber qué diablos va a pasar. No es que sea un mérito muy literario, pero mercantilmente lo es.
Termino con un detalle anecdótico en el que no había caído hasta ahora. Vanina Garrasi es el nombre de la protagonista en la traducción al español. En las novelas originales, en italiano, Vanina es Vanina Guarrasi. Dónde se fue la «u», no lo sé. Por qué fue despedida, lo intuyo.