lunes, 6 de octubre de 2025

Nuestros muertos – Rosa Ribas

 


«Nuestros muertos» lo mismo puede hacer referencia a los familiares y seres queridos difuntos que a los líos y follones que se acumulan y amenazan nuestra tranquilidad.

La primera acepción es la que viene a la cabeza de quien haya leído la anterior novela de esta brillante saga (recomiendo leerlas por orden), pero la otra también tiene su razón de ser, habida cuenta de los secretos de la familia Hernández (el peor de los cuales, por cierto, procede de la anterior entrega y tiene su influencia en esta) y de los asuntillos en los que cada uno de sus componentes se acaba metiendo en estas páginas.

Ha pasado tiempo desde el fin de la anterior novela, y la agencia de detectives está desmantelada. Mateo es detective asalariado, la hija mayor se ha buscado la vida en otras actividades y la pequeña y su pareja, un tipo duro antiguo colaborador de la agencia, han montado su propio negocio de investigación y derivados.

Mateo, tan profesional unas veces como chapucero y liante otras, se topa, de estrangis, con un caso peculiar: la desaparición de un joven hombre de negocios, hijo del barrio (esa parte de Barcelona, desconocida para el turista, que es también protagonista de la saga), que lleva entre manos un proyecto impactante. El caso para otros miembros de la familia es distinto: averiguar qué c… está haciendo el patriarca. Y en interrelación de ambos casos averiguamos que hay un policía, un mozo de escuadra, obsesionado con lo que sucedió en la novela anterior y, por tanto, peligrosillo. El caballero, además, estaría más guapo con más escrúpulos. Obviamente, todo esto interfiere en las relaciones familiares y en las laborales de Mateo, por lo que junto a las intrigas propias de lo investigado están las incertidumbres sobre lo que se le viene encima a cada miembro de clan.

Con estos numerosos y alambicados mimbres Rosa Ribas elabora una historia buenísima, de calidad, con un ritmo allegro ma non troppo, sostenido y consistente. Narra con una claridad meridiana, pero no de modo simplista, sino con la lucidez del buen hacer, de quien sabe ir a un destino complicado sin perderse en rodeos argumentales o lingüísticos.

Lo normal, hablando de series de novelas, es que a una primera de éxito sucedan unas cuantas que lo explotan, y que suelen ir a la baja porque el producto se exprime y pronto todo es repetir y sostener el invento con argumentos artificiosos. Bueno, pues aquí ocurre lo contrario: cada una de las novelas de los Hernández me ha gustado más que la anterior. Cada una me parece mejor, más sólida y mejor acabada. Por eso, tras leer la primera «Un asunto demasiado familiar» (sobre la que había recibido información errónea), tardé algo en leer la segunda. Pero tras leer «Los buenos hijos» corrí a comprar esta. Y cuando he terminado «Nuestros muertos» me he apresurado a comprar «Los viejos amores», que ya me espera en la estantería. 

Rosa Ribas es una gran, gran escritora que para colmo, y a diferencia de la mayoría, mejora libro a libro.


jueves, 2 de octubre de 2025

Un futuro prometedor – Pierre Lemaitre

 


No sé si habéis leído la trilogía Los hijos del desastre, también de Pierre Lemaitre, cuyas reseñas podéis consultar en este enlace. Merece la pena. Son brillantes. Habla de personas cuya vida fue marcada por las dos guerras mundiales, como si una no fuera bastante. En cada nueva novela toman el relevo del protagonismo personajes que en las anteriores fueron secundarios o incluso menos que eso.

Por su parte, la trilogía (que al parecer va a ser tetralogía) de Los años gloriosos, culminada (o no) por Un futuro prometedor, habla de los años de posguerra, que no para todos los franceses fueron de paz, pues Argelia estaba ahí. Esta también fantástica trilogía, probablemente tetralogía, la protagoniza la familia Pelletier.

Cuento todo esto porque, aunque no influye en la novela, Lemaitre hace un guiño en un momento de este tercer libro: ¿serán Louis Pelletier y su esposa, Angelé, a quienes conocimos en «El ancho mundo», primera novela de esta saga, como propietarios de una boyante empresa de jabones en Beirut, el pobre soldado Albert Maillard y su amada, a quienes vimos pasarlas canutas en «Nos vemos allá arriba»¸ primera novela de la trilogía «Los hijos del desastre»?

Creo que sí. Y es una maravillosa forma de unir seis novelas. Quizá siete. De demostrar que, más allá de lo que tenemos ante las narices, las vidas con las que nos cruzamos fugazmente germinan con la misma fuerza que la nuestra sin necesidad de que sepamos de ellas.

Pero vayamos con Un futuro prometedor, un título más relacionado con la época de bonanza en la que se desarrolla la trama en Francia que con los augurios que cabe hacer sobre los personajes.

Louis Pelletier y señora han decidido regresar a Francia. Con ellos regresa su nieta, Colette y con ella una fuente de problemas e inquietudes que arrastran al lector desde el comienzo, pues sabido es que la pobre niña tiene en París una madre arrogante, caprichosa, cruel y chiflada: Geneviève. Jean, padre de la niña e hijo mayor de Pelletier, es un calzonazos con un secreto inquietante. El siguiente hijo, François, periodista, está triunfando en la incipiente televisión; más bien, está creando el reportaje televisivo. Y la hija, Hélene, ahí anda. El lector de la saga ya sabe qué sucedió con el cuarto hijo.

En cualquier caso, el tiempo ha pasado. Louis Pelletier y su esposa empiezan a ser mayores; sus hijos están en plena madurez y hasta la nieta ha alcanzado ya la pubertad. Con esta abundancia de personajes Lemaitre hace una triple historia que en realidad es una porque es la historia de la familia. Por una parte, el inquietante destino de Colette al volver a quedar bajo la influente de su enloquecida madre; por otra, el tira y afloja entre los padres de la niña por la ambición y locura de una y el apocamiento, resentimientos y secretos del otro; y, por fin, la historia principal de este libro que en parte es un homenaje a las novelas de espías que proliferaron al calor de la Guerra Fría: la misión, por llamarla de alguna manera, que uno de los hijos de Louise Pelletier va a realizar al otro lado del Telón de Acero, en Praga, lo que, de paso, permite al autor mostrar dos mundos opuestos, pero uno al lado del otro. Así fue de enloquecida fue la historia de Europa en esa la época.

No voy a decir nada sobre el modo de escribir, porque Un futuro prometedor es, en todo, heredero de los anteriores libros de esta trilogía y también de la anterior. Claridad pese a la complejidad; ritmo atinado, vivo pero sin urgencias; y un modo de narrar a la vez distante y cariñoso hacia los personajes, que permite crear cierto humor de fondo; el de quien comprende que todos, sus personajes y él mismo, somos pelagatos que nos creemos importantes porque no concebimos la existencia sin nosotros, lo que provoca una actitud ante la vida y las personas cariñosa, ligeramente triste y algo condescendiente.

Una novela magnífica, que, para los fieles, al principio puede hacerse un tanto agria por el temor que inspira la suerte de Colette, pero que retoma el rumbo de todas, incluso en el tratamiento de las dificultades, conforme avanzan las páginas.

La compré el día del libro, pero no la he leído hasta las vacaciones de verano. Quería poder disfrutar tranquilamente de la lectura. Acerté. Me lo he pasado en grande. Lo malo es que a pesar de sus más de quinientas páginas me duró solo tres o cuatro días.

Que todos los males sean así, claro.


lunes, 29 de septiembre de 2025

Tombuctú – Paul Auster

 


A Tombuctú, 55000 habitantes, en Mali (puesto 186 de 191 en el Índice de Desarrollo Humano del Banco Mundial), situada siete kilómetros al norte del río Níger, solo llega una carretera, la que sigue el curso del río. Más allá de Tombuctú, al norte, no hay nada. Literalmente. Millares de kilómetros de desierto, como podéis ver. Tombuctú hace frontera con la nada. Vista desde el aire apenas parece una filigrana en la arena debido a que las calles sin asfaltar y las casas de adobe tienen el color del desierto. 



Por eso William Gurevitch, el mendigo autodenominado Willy Christmas desde que Papá Noel, ejem, tuvo a bien cambiar su vida hablándole desde la tele, por eso, digo, William utiliza la expresión «ir a Tombuctú» como sinónimo de morirse. Porque después de la muerte, como después de Tombuctú, no hay nada.

William, que algún trastorno psiquiátrico padece, ha pasado la vida como vagabundo por medio país, recalando los inviernos en la casa materna en Brooklyn. Hasta que murió su madre. Escribe poesía. Desde hace unos años comparte su vida con un perro de raza indefinida, Míster Bones, al que acogió de cachorro, el verdadero protagonista de la novela.

Las obras completas de William yacen en la taquilla de una estación, de donde antes o después serán desalojadas para ir a la basura si nadie acude a rescatarlas. De ocurrir, se perderá lo único que, junto a Míster Bones, ha dado sentido a su vida. Complicada está la cosa, porque desde hace unos meses en Willy se ha manifestado un cáncer de pulmón o algo similar. La novela comienza en el punto en el que el vagabundo ha comprendido que, tras deambular tantos años por Estados Unidos, su siguiente destino es ya Tombuctú.

Por eso al comienzo de la novela Willy acaba de llegar a Baltimore, porque allí se fue a vivir, hace una eternidad, una mujer, una profesora, la única persona que creyó en él. En sus capacidades. En concreto, en él como escritor. Ella, que si está viva será ya una anciana muy anciana, cuidará de Míster Bones y se hará cargo de la obra literaria de Willy. La anciana podrá publicarla. Ella creía en Willy y para él, probablemente, el mínimo reconocimiento que implica toda publicación por un tercero sea la única posibilidad de justificar, de reivindicar su existencia, de sentirse alguien, de dejar constancia de que ha habido una razón para que él estuviera en este mundo. Es un último grito reclamando la dignidad que la sociedad le ha negado.

Pero la verdad es que el pobre hombre, a la vez insociable, gruñón y pragmático, está en las últimas y cada vez que se sienta o se tumba a reponer fuerzas en cualquier sitio todo hace pensar que no va a volver a levantarse.

El interés en este punto de la novela es ver cómo afronta el personaje, consciente de su situación, la cercanía de Tombuctú; cómo influye eso en sus prioridades. Y enseguida vemos que los afectos se imponen a la vanidad. Al menos en este caso, claro, que ya sabemos que hay seres humanos egoístas hasta más allá de la muerte, pero no es el caso de Willy, y eso que él solo tiene a Míster Bones como depositario de sus sentimientos. De su amor, por decirlo claramente.

El chucho es, ejem, una buena persona. Y, además, sensato. Paul Auster lo humaniza trasladando al lector los complejos pensamientos del animal, que, además, entiende cuanto le dice su amo. El pobre perro, que comprende que a Tombuctú no va uno cuando quiere ni tampoco es admitido allí como acompañante, sufre anticipando lo inconcebible: la vida en soledad. ¿Qué será de él? Willy quiere dejarlo al cuidado de la anciana, si es que vive, porque la alternativa es que Míster Bones acabe preso en una perrera desde la que, entonces sí, lo despacharán cruelmente a Tombuctú.

En estas transcurre media novela. En la otra media, en la que Auster nos deposita suavemente evitando al lector todo trauma (detalle que para mí tiene una importancia capital para la continuidad emocional de la obra, en la que lo que más destaca es precisamente el delicado juego de equilibrios emocionales) conocemos la peripecia de Míster Bones. Cómo se busca la vida, cómo es capaz de adaptarse a las circunstancias y, sobre todo, a los humanos. Es un tipo bueno y listo, que sabe hacerse querer. Sin embargo, junto al miedo a la soledad ahora tiene la certeza de que en la vida no hay certezas. Y eso es insoportable. Supone vivir en un miedo permanente. Su única certeza había sido Willy, y así lo sigue sintiendo. La aventura, de tintes tragicómicos, juega con el corazoncito del perro y, de paso, con el del lector, que se alegra con la suerte del animal y se angustia con sus miedos e incertidumbres.

Son estos últimos los que provocan en el desventurado chucho, al que el lector ya se ha rendido hace rato, una reacción que no tendría de conocer la realidad, y que lo ponen en la tesitura, a un tiempo triste y emotiva, de reencontrarse con Willy. En Tombuctú.

Y así es como Auster cierra la novela con la lúcida idea de que, más allá de todo miedo y dolor, está la alegría de la esperanza.


jueves, 25 de septiembre de 2025

Historias de Vigàta, 3 – Andrea Camilleri

 


Aunque Andrea Camilleri comenzó a escribir y publicar en torno a los 69 años, que no parece una edad sexualmente tan agitada como los 23, el sexo está tan presente en toda su obra que puede afirmarse que jamás se lo quitó de la mente, y eso que escribió hasta su muerte a los 93 años.

Que esté presente no significa que sea explícito, pero está. Su potencia movilizadora es enorme en determinados momentos de la vida para todo el mundo; para algunas personas es una obsesión perpetua; para muchísimos es algo ambivalente –para bien o para mal- por navegar a la vez en las aguas de la biología y en las de la moral (un pie en el séptimo cielo y otro en las puertas del infierno); para muchas otras el sexo  es el más entretenido pasatiempo; y para todos los donjuanitos de ambos sexos de todas las épocas la «caza» es una forma de reafirmarse, de seguir sintiéndose jóvenes, o atractivos, o… El sexo incluso puede ser un modo de ascenso social o el camino más recto para la consecución de favores u objetivos.

Para cada uno de los personajes de Camilleri la motivación puede ser una u otra, o varias al mismo tiempo. Lo cierto es que siendo tan potente el motor no es de extrañar que en una sociedad oficialmente mojigata la lujuria corra alegremente entre bambalinas. Incluso llega a chorrear. Así es como los genuinos meapilas conviven sin saberlo con quienes, vamos a decirlo así, tienen una notable apertura de miras (algunos de los cuales, es justo decirlo, también son meapilas, aunque no genuinos). Y dado que desde el beso a otras cosillas la boca es uno de los principales órganos sexuales, en este libro no se distingue la lujuria de la gula. Todos son apetitos, y todo nutre: lo que no el cuerpo, sí el espíritu.

Cuento esto porque los ocho relatos que componen este tercer volumen de «Historias de Vigàta» dan al sexo un papel central. Casi todo lo que sucede tiene al sexo por causa o consecuencia. 

Algo más tienen en común: unos personajes masculinos sumamente impresionables (vamos a decirlo así) ante los encantos femeninos y mujeres que cuando son bellas son además lanzadas y poco dadas a hacer ascos a los guapetones. Y no hay historia de Camilleri sin una mujer de belleza hipnótica.

En resumen, que estos ocho relatos son una especie de erotismo de baja intensidad por carencia de escenas explícitas, o de alta si se tiene en cuenta su valor motivador de los argumentos. Algo así, pero más mitigado, sucedía en los dos anteriores volúmenes, aunque en ellos algunos relatos hacían concesiones a otros temas, si no recuerdo mal.

El tono es el habitual en Camilleri, ágil, directo, sin apenas digresiones o descripciones, solo hechos, con un punto de humor y ternura, de comprensión ante las debilidades de las que cada uno es su propia víctima, de rechifla ante los defectos que se intentan imponer a los demás, de complicidad con el pícaro pobre y desdén hacia el manipulador poderoso. El lugar y época también acompañan: la antigua Vigàta, esa localidad, remedo de Porto Empedocle, donde nació Camilleri, y donde tan bien se mueve en las historias que sitúa entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.

Un libro, también, que en parte leí en Sicilia porque no podía estar allí sin leer algo de Camilleri, y este libro fue el elegido, junto a Gotas de Sicilia.




lunes, 22 de septiembre de 2025

Gotas de Sicilia – Andrea Camilleri

 

Tantos libros he  leído de autores sicilianos (además de unos setenta de Andrea Camilleri, bastantes de Leonardo Sciascia, de Cristina Cassar Scalia, de Vincenzo Consolo, de Calaciura, además de, por supuesto, «El Gatopardo», de Lampedusa...), tantos libros de autores sicilianos he leído, digo, pero sobre todo tantos de Andrea Camilleri, que a la hora de poner los pies en Sicilia me dije que no estaría mal que me pillara leyendo alguno. Los elegidos fueron este, brevísimo y de título tan adecuado al momento y, también, el tercer volumen de «Historias de Vigàta».

Gotas de Sicilia hace honor al título. Los textos, independientes, son gotas que no llegan a formar lluvia ni tormenta, de cortos que son. Ni charcos. Pero merecen la pena. Aquí os dejo el índice, por si aclara algo.


He disfrutado especialmente el primero: la rememoración por parte de Camilleri del monólogo de un viejo mafioso, el tío Cola, que fue a verle en su juventud, cuando ya trabajaba en Roma. No es solo lo que cuenta, es el lenguaje que –gracias a lo que parece un buen trabajo de traducción- logra trasladar al lector el peculiar modo de hablar de quien seguramente mezclaba el italiano y el dialecto siciliano. El modo de expresión es tan singular como las vivencias y valores del personaje, y hace pensar que fenómenos como la mafia, tan longevos y arraigados, tienen una explicación muy compleja de la que forman parte los mundos cerrados, por una parte, y, por otra, la resistencia de toda sociedad a los cambios impuestos desde fuera, como muchos sintieron que fue la unificación italiana o el papel jugado por Estados Unidos a partir de 1943.

También he disfrutado mucho la explicación del argumento de «La desaparición de Patò». Se trata de un buen libro, bastante divertido; incluso muy divertido, y que tengo algo mitificado porque logré leerlo de chiripa cuando me prestaron un ejemplar largo tiempo perdido de la edición de Destino. Era una novela devenida joya porque se trataba de un libro imposible de encontrar en ningún sitio ni en ningún formato. Además, un conocido que lo había leído cuando salió hablaba maravillas de él. Por fortuna, ha sido reeditado hace poco. Esa especial vinculación me ha hecho leer con la sensación de «vuelta a casa». 

El resto de escritos son igual de variados y lo bastante entrañables para que estas Gotas de Sicilia se parezcan más a las del rocío que a las de un chaparrón: desde los recuerdos del generoso y peculiar tío abuelo del autor, zz´Arfredu, a las singulares procesiones de San Caló, los recuerdos de las primeras elecciones libres, en 1947, en Porto Empedocle, y otros dos escritos que son los más breves, uno de ellos de solo dos páginas.

Un libro cortito, de un centenar de pequeñas páginas, ideal para aprovechar los tiempos muertos en los viajes o en cualquier ocasión.

        Y, por supuesto, para acompañar con cannoli, un dulce típico en Sicilia con el que el comisario Salvo Montalbano se ponía las botas y utilizaba, también, para lubricar su relación con el forense cascarrabias.





sábado, 20 de septiembre de 2025

Charla con Ajonio Trepileto acerca de la libertad de expresión y de las viejas glorias gruñonas

 


El otro día me enteré de que un músico había dicho, en un programa televisivo de máxima audiencia en prime time, que no había libertad de expresión.

Sin otro ánimo que el de pasar el rato comenté esta noticia con Ajonio Trepileto, quien, asombrado, me preguntó si la libertad de expresión no era un derecho exigido por los teóricos de la democracia de finales del XIX y principios del XX no para poder cotillear sin riesgo sobre las aventuras de los insignes o la pelambrera o cretinismo del vecino, sino como condición necesaria para denunciar los abusos del poder; esto es, para pedir cuentas al poder cuando no defiende el interés del pueblo que lo ha elegido. Si esta denuncia no puede hacerse, me explicó Ajonio con gesto grave mientras lamía un Chupa-chups, la democracia se va a hacer espárragos o a freír gárgaras, pues a ver qué guapo puede presentarse como alternativa a quien no puede criticar.

Me mostré de acuerdo, pero le pregunté por la razón de su pasmo ante las declaraciones del músico, pues aún nada me había aclarado al respecto.

Me respondió que no entendía al caballero, porque la libertad de expresión es ahora tanta que la gente no solo la usa, sino que hasta abusa de ella, y la prueba, argumentó, es que no hay político, por poderoso que sea, que no sea víctima a diario de insultos, difamaciones, injurias y calumnias, aunque ahora algunas de estas cosillas se denominan «bulos», lo cual minimiza su importancia porque con esa terminología no están tipificadas en el Código Penal. Y si eso es así, con mayor facilidad se pueden hacer las críticas no hirientes, aunque estas tienen menos público por razón del cariño del pueblo a lo morboso, que ya en tiempos de los romanos el personal prefería ver a un león zampándose a alguien que a ese alguien argumentando sobre su inocencia. En definitiva, en nuestra sociedad hasta el más tonto puede soltar sapos y culebras sobre cualquier poderoso, y altavoces no le faltan gracias a las redes sociales. No obstante, matizó Ajonio que todavía no tiene noticia de que ningún político español haya sido acusado de estar endemoniado, pero lo atribuyó a la falta de imaginación del populacho y de sus oponentes más que a cualquier restricción sobre su libertad de expresión. Manifestó, además, su convencimiento de que, de darse el caso, el acusador no le desearía al acusado un buen exorcismo, sino una afilada estaca en el corazón, habida cuenta de que ya hay quien pide, alegre e impunemente, cárcel y apaleamiento para todo tipo de cargos de diferentes partidos simplemente por ser quien son.

Hay pues, libertad de expresión, sentencio Ajonio, pero también abuso. Y el riesgo es él, pues utilizar la libertad de expresión para reclamar el descalabro del personal puede eliminar dicha libertad no por la vía de la supresión del derecho, sino por la mucho peor de la supresión de su ejerciente.

Tras propinar un tremendo lamentón al Chupa-chups, dijo Ajonio que la falta de libertad de expresión, cuando de verdad se produce, se nota hasta en los pelos. Recordó varios países en los que, como el líder supremo llevaba bigote, todo el mundo se lo había dejado (con lo que eso había supuesto, añadió indignado, de preterición de las féminas). En esos países, advirtió, afeitarse el mostacho podía ser tomado por signo de desafección y labrar la ruina del rapado, que sin pelos sobre la lengua adquiría la condición de sospechoso. Desde ella era sencillo alcanzar la de represaliado; bastaba con que algún compadre lo sugiriera para evitar ser metido en el mismo saco de sospechas. A partir de este momento, si se te ocurría protestar por la injusticia podías alcanzar rápidamente las más altas cotas del martirio: de la trena al cadalso. ¡Y todo porque te picaba debajo de la nariz! Por supuesto, aclaró innecesariamente Ajonio, en estos países proclamar que el líder supremo no es el más inteligente, capaz, garboso, guapo, simpático, laborioso, proverbial, amable y sensible de los seres humanos tiene consecuencias letales.

Acto seguido, para demostrar que no vivimos en un país así, Ajonio se asomó a la ventana y, a voz en grito, profirió horrendos exabruptos contra cierto importante político. Tras unos segundos de silencio, en el edificio de enfrente se oyeron unos aplausos y, en el del al lado, abucheos y un «¡Gilipollas!». Acto seguido, impostando otra voz, berreó otra tanda de improperios, esta vez dirigidos a un político relevante de tendencia opuesta al primero. Los abucheos del edificio de enfrente se solaparon con los aplausos y un «¡Olé tus huevos!» procedentes del colindante. La pareja de guardias que patrullaba por la calle siguió su camino como si tal cosa entre quienes paseaban perros o iban a hacer la compra con la vista perdida en el móvil.

Comentamos entonces por qué, si esto era así, el músico en cuestión se había expresado en televisión del modo en que lo había hecho. Es más, nos vino a la cabeza que unos pocos cantantes se habían pronunciado en similares términos en algún momento de los últimos años.

Sin ánimo exhaustivo ni mucho menos científico, intentamos hacer memoria de quiénes habían opinado algo así y no logramos recordar más que a tres o cuatro, todos por encima de los sesenta y algunos años. Compartían otro rasgo: la totalidad habían vivido su apogeo profesional en los años 80. Es decir, unos cuarenta años atrás. En aquellos momentos toda fama pasaba por Televisiòn Española. No había más canales, ni internet, ni series, ni televisión a la carta, ni nada. Ni tantos restaurantes, que, además, para las posibilidades ochenteras costaban un pico. Por eso la gente solo tenía dos entretenimientos siempre a mano: el sexo y la tele, afirmó Ajonio, omitiendo la lectura, de lo cual tomé nota mental. Pero como uno no puede estar todo día dale que te pego, aseguró, la plebe veía tele muchas, muchas horas cada día. Por eso, para alcanzar una tremebunda fama bastaba con anunciar unos «minutos musicales». Por eso cualquier programilla de TVE llegaba a una proporción de población que triplicaba la que ahora alcanzan los de mayor audiencia. En aquellos programas los invitados demostraban sus habilidades: cantaban, tocaban instrumentos, hacían malabares, se sostenían haciendo el pino sobre un palito… Los presentadores los anunciaban como el no va más. Eran la pera. La repera. Los mejores. Los triunfadores. ¡Un fuerte aplauso para ellos! Los cantantes salían con gesto trascendente y ropa que parecía birlada a un payaso, y entonaban canciones de letras unas veces profundas, otras superficiales y otras que hablaban de polvos pica pica. Pero, por un motivo u otro, quizá solo porque estaban allí, eran los triunfadores. El triunfo es lo único que cuenta en la modernidad, que a menudo lo equipara a la fama, y, añadió Ajonio, quizá sea más complicado alcanzarlo hablando de que Manuel se llenará de cal si se arrima a la pared que filosofando sobre la vida y la muerte. El entusiasmado público aplaudía en directo o enlatado. Eran días de vino y rosas. Todo eran flores, las que difundía la televisión que, como exige la lógica y la educación, trataba exquisitamente a sus invitados, e inmediatamente después, las de los siempre cercanos aduladores, perpetua maldición aneja al triunfo. Los detractores, de haberlos, no tenían cómo manifestarse. A lo sumo algún crítico publicaba un artículo periodístico diciendo que tal cantante no era para tanto, o era un poco feo, o algo tonto, o bastante ridículo, lo cual afectaba mucho al artista señalado, que no tenía otro remedio que incluir al crítico en una lista de individuos a los que no conceder entrevistas, gesto de pacifismo que a veces extendía al medio de comunicación que pagaba las lentejas al inmundo detractor.

Cuarenta años después ocurre que muchos de los espectadores de aquella época reposan en paz (la cantidad aumenta a razón de algo más de 400.000 al año, más o menos, según el INE), y también hay mucha gente que, por el hecho de no haber nacido o de ser muy joven entonces, no recuerda nada de aquellos caballeros. Cuando aquellas viejas glorias salen ahora en televisión casi nadie de menos de cincuenta años recuerda haberlos visto en aquellos lejanos momentos de apoteosis. Muchos, incluso, no los tienen por artistas, sino por concursantes de Master Chef.

La razón es que, a diferencia de entonces, en el presente esta gente ya no sale en televisión cantando, tocando la bandurria o haciendo el pino sobre el palito, sino, como los tertulianos desmadrados, pontificando sobre todo. Solo se diferencian de ellos en que su relación con el presentador es bis a bis, detalló Ajonio. Si los invitados a un programa en lugar de mostrar sus habilidades, como antaño, se limitan a opinar sobre cualquier asunto aunque no tengan ni repajolera idea del mismo, ¿cómo distinguir a un cantante de un futbolista retirado, o de un político abandonado por la política, o de los participantes en los programas de un tal Jorge Javier? La patulea de público nuevo jamás llega a ver en pantalla los méritos que, cuarenta años atrás, el interesado sí mostró ante las cámaras para recreo de tanto público ya difunto o pensionista.

Ocurre, por último, que cuatro décadas atrás quien tenía algo en contra de aquellas estrellas entonces refulgentes, lo comentaba con su familia y amigos, y de ahí no podía pasar. El criticado ni se enteraba. Pero el mundo cambió radicalmente hace unos quince años. Gracias a las redes (y a la libertad de expresión que permiten, puntualizó Ajonio) son miles los que aprovechan la aparición de una persona en televisión para echarle flores en público, pero también para decir que no parece muy espabilado, o que podría haber elegido mejor cirujano plástico, o que es más tonto que un yunque, un estómago agradecido o, simplemente, que es un lamentable mamarracho. Antes, apenas se apagaban los focos solo llegaban los aduladores del entorno. En cambio, ahora llega también un tren flores y otro de improperios. Pero, ¡ay, el ser humano, tan vanidoso que por un solo agravio es capaz de cargarse años de amistad, generosidad y entrega! ¿De qué le sirve al vanidoso un tren de flores frente a otro de ultrajes? Si hace cuarenta años esta pobre gente llevaba tan mal una sola crítica en un periódico, tres mil en cinco minutos les sientan como el cianuro.

Terminó Ajonio diciendo que quien recuerde el esplendor de esos tipos probablemente también recuerde al abuelo Cebolleta, que, como ellos ahora, se pasaba el día contando batallitas de cuando era joven, aunque no lo hacía de plató en plató sino desde las páginas de un tebeo.

Tras tanto ir y venir entre pasado y presente la mención de los tebeos me produjo nostalgia. Y ella me dejó sin fuerzas para continuar la hasta ese instante amena conversación. Así se lo dije a Ajonio.

Concluimos analizando la relación de todo esto con la veracidad o no de esta famosa sentencia: «Todo tiempo pasado fue mejor». Pronto alcanzamos la convicción de que lo importante, lo mejor o lo peor, no es la foto del presente o del pasado, sino la tendencia.


jueves, 18 de septiembre de 2025

Camino de sirga – Jesús Moncada

 

Un camino de sirga es un camino contracorriente, porque, haciendo camino al andar, lo hacen quienes remolcan embarcaciones río arriba estirando del barco con una sirga, que así se llaman las maromas usadas para estos menesteres. Es, pues, un camino azaroso y siempre esforzado. 

Aún en Aragón, en el límite con Cataluña, junto a la margen izquierda del Ebro estaba la Meniquenza antigua de la que habla este libro, que cuenta la historia de unos personajes, de un pueblo, que sigue un camino contracorriente en el periodo que aborda, el cual, más o menos, coincide con la memoria propia y prestada de Jesús Moncada (1941-2005), natural de Mequinenza: desde principios del siglo XX hasta 1971, cuando fue derribada la última casa del pueblo antiguo.

Leer esta novela con Google Maps al lado permite husmear un lugar que poca gente imagina en el interior de la península, porque si el sur del pueblo lindaba con el Ebro (que encajonaba el casco urbano entre el cauce y la escarpada sierra excavada por el río), el este lo hacía con el Segre. Mequinenza estaba en el recodo que formaba la confluencia de ambos ríos. Desde ese punto basta remontar el Segre ocho kilómetros para encontrar su unión con otro de los grandes ríos pirenaicos: el Cinca. A partir de Mequinenza, el Ebro tiene su máximo caudal. El río era a la vez vía de comunicación y frontera. El libro llega a rememorar la época en la que ni siquiera había puentes. 

La revolución industrial permitió la explotación de las minas de lignito de la zona, que vivieron su apogeo con el aumento de la demanda provocado por la Primera Guerra Mundial. El lignito viajaba Ebro abajo en barcos, hacia la zona industrial del entorno de Tortosa. Las embarcaciones, llamadas laúdes (llauts, en catalán), retornaban a vela si soplaba el bochorno o, si no, penosamente remolcadas desde el camino de sirga, cargadas de productos que alimentaban el comercio con los pueblos ribereños.

Desde esta situación de prosperidad imposible para el resto de pueblos de los alrededores comienza el recorrido contracorriente. Contracorriente en dos sentidos: primero, en relación al propio pueblo, que de la bonanza negada a los pueblos más cercanos pasó al declive; segundo, ya a partir de finales de los 50, porque el futuro de Mequinenza se hizo negro precisamente cuando la situación económica en el resto de España comenzaba a clarear tras dos décadas de desastre. ¿Por qué así? El fin de la Primera Guerra Mundial hizo caer la demanda de lignito, primer palo; posteriormente llegó la Guerra Civil, que solo trajo odio y desdichas; para entonces los derivados del petróleo ya habían comenzado a sustituir al carbón como combustible industrial y, finalmente, llegó el golpe de gracia a finales de los años 50: el anuncio de la construcción de dos presas: la de Mequinenza, situada aguas arriba, a tan solo dos kilómetros del pueblo, y, aguas abajo, la de Riba Roja d´Ebre, que a pesar de estar a 27 kilómetros hizo desaparecer bajo sus aguas municipios como el antiguo Fayón, del que aún sobresale del agua la torre de la iglesia, y, por lo que a esta historia atañe, también, la antigua Mequinenza. Dos pantanos enlazados. La presa del pantano de Mequinenza desagua en la cola del del Riba Roja. Poneos en el lugar de los lugareños: pasaron de vivir en un pueblo próspero, envidiable, inalcanzable para el resto, a ver anunciada su desaparición y tener que plantearse qué hacer con su vida. Dónde vivir, de qué… La agonía, desde el anuncio de la obra a la consumación de la desaparición, duró trece años. Trece. Tiempo suficiente para avanzar de la juventud a la madurez, de la madurez a la vejez, y de ésta a la decrepitud o hasta al hoyo.

Qué más tarde la nueva Mequinenza, construida desde cero a poco más de un kilómetro, en la ribera del Segre, haya levantado cabeza en nada importa a la historia, porque, quién podía imaginar entonces las calles sin historia de un pueblo que era solo una promesa?

En este contexto geográfico e histórico transcurre «Camino de sirga». Lo anticipo porque como no todos los que desconozcan la zona me harán caso en lo de Google Maps, no está de más tenerlo en mente para no despistarse de lo importante: la historia de los pueblos es en realidad la de sus habitantes, y cada persona vive el devenir común de una manera, porque cada cual tiene sus propias circunstancias, experiencias, carácter y posibilidades. Lo que los románticos llaman «pueblo» rara vez está unido; siempre hay enfrentamientos internos, intereses contrapuestos, odios que solo terminan con la muerte.

Jesús Moncada navega desde las impresiones y recuerdos que en 1971 provocan en los personajes la aniquilación del pueblo y la ya consumada desaparición de los antiguos modos de vida. Desde ese desolado puerto, en lugar de dejarse llevar hacia el futuro arrastrado por la corriente del día a día, remonta la vida del pueblo hacia el pasado, estirando de ella letra a letra, línea a línea, en una especie de camino de sirga, hasta alcanzar la juventud de los ya viejos y la vida de sus padres y abuelos, de todos los que pasaron por allí dando vida a un pueblo que llegó a generarla abundante y vigorosa. Muelles, minas, bares, pequeños astilleros, mineros, marineros, patrones, propietarios, caciques… Algunos, valga la expresión, normales; otros, a su modo, legendarios, porque siempre había alguien reconocido como el mejor patrón, o el mejor marino, o el más experimentado en una cosa u otra, o el más rico, o el más influyente… Entre toda esta gente había intereses comunes, pero también enfrentados. Había rivalidades, filias y fobias, amores consumados y platónicos; odios antiguos e iras más volátiles que perpetuas. Todos sabían quién era cada quién y qué podía esperar de cada cual; las expectativas estaban en el origen de los problemas, miedos y ambiciones y la traición de las expectativas en el de los sucesos. Como en todas partes. Hasta que el destino, por llamarlo de algún modo, los envía a todos juntos a hacer puñetas. A todos. A afines y enfrentados. 

Mequinenza reproduce a su escala los efectos mundiales de la revolución industrial: la aparición de una burguesía cuyos ancestros eran tan piojos como los del resto, pero que ahora, desde el pedestal de su dinero, reclama el tratamiento dispensado a los linajes de abolengo; la súbita aparición de una clase obrera representada aquí por mineros y tripulaciones; y, también, la pérdida del poder tradicional, especialmente de la Iglesia, desplazado por el nuevo poder burgués y las ideas democráticas. La Guerra Civil trajo consigo la violenta recuperación de alguno de esos poderes, en especial el de la Iglesia, pero sin mengua del poder burgués, que solo cedía a manos de burgueses más poderosos, como es el caso: los endiosados ricos del lugar son mequetrefes ante los intereses que se llevan por delante el pueblo viejo.

«Camino de sirga», que, como ya he dicho, salta de una época a otra desde los recuerdos «presentes» (1971) de algunos de los personajes, reconstruye toda esa época a través de individuos concretos, que encarnan todo dicho de modo maravilloso.

El autor usa un lenguaje claro y tan rico o más que la propia historia. La estructura es fantástica a pesar de la aparente, solo aparente, desorganización por las idas y venidas temporales. Sensación de riqueza literaria da también la abundancia de personajes, muchos de los cuales son memorables. También lo es el realismo de la hipocresía, de las debilidades, de los defectos. La caída en la tentación, en especial en la sexual, es constante incluso para aquellos que más aires de distinción se dan, por más que esa caída los iguale al resto. Esas caídas, además, conviven, se confunden y encuentran unas veces complicidad y otras excusas en las «malas costumbres» que traen los nuevos tiempos. Las modernas ideas de libertad de los más avanzados se solapan con los viejos libertinajes de quienes pueden permitírselos.

«Camino de sirga» es una novela sobre la vida, así que encontramos por todas partes las motivaciones más comunes: orgullo, deseo, complejos, dignidad, ambición, presunción…

        Sin embargo, no solo de personajes vive la literatura: el Ebro está omnipresente. Y su paisaje es excepcional, espectacular. Me ha maravillado no sé si por lo desconocido, por lo insólito de unos modos de vida imposibles ya en el entorno más cercano y no digamos en el resto de la península o por qué. Es fantástico. Pensándolo bien, quizá lo más bello es la demostración de cómo el ser humano, durante milenios, se hizo uno con la naturaleza. En este sentido, el destino de la antigua Mequinenza es también simbólico: en un mundo en el que el ser humano ha abandonado sus raíces para intentar imponerse a la naturaleza, no hay lugar para pueblos como aquel. 

Al igual que del pueblo viejo, demolición a demolición, cada vez va quedando menos en pie, así sucede con los personajes: su abundancia inicial y su impulso vital van reduciéndose poco a poco porque con el correr del tiempo y de los hechos unos mueren, el resto envejece, otros se van y cada vez son menos los que quedan. Son estos, al final, los que mayor carga simbólica alcanzan. ¿Qué simbolizan? Las distintas maneras de afrontar el destino. Adaptándose, unos. Dejándose aplastar por las circunstancias, otros; y, algunos, triturados por su propio orgullo.

Pero esta historia, que tiene componentes trágicos y hasta épicos, que es una especie de epopeya, tiene abundantísimos tintes cómicos. ¿Quizá se los permitió Jesús Moncada porque «Camino de sirga» se publicó en 1988, con el sofocón digerido y la nueva Mequinenza ya en marcha? ¿O es más bien un mecanismo de defensa en la línea del Quijote, quien, por cierto, también vivió aventuras y desventuras en el Ebro, aunque sin llegar a cruzarlo? Me inclino por lo segundo. El humor nos reduce a nuestra verdadera dimensión (pelagatos), y eso permite vernos, en este caso ver a los personajes, con una mirada igualitaria. Jesús Moncada encuentra el humor en las contradicciones del ser humano y, sobre todo, en las ironías de la vida. Estas últimas las sufren más quienes tienen un comportamiento menos natural, que son siempre quienes se las dan de algo. En consecuencia, los personajes más risibles de esta historia son los socialmente más destacados. El pobre, nos cuenta Jesús Moncada sin decirlo nunca expresamente, acaba acomodándose a las desdichas. No tiene la opción de pelear por un patrimonio ni de morir aferrado a él; le cuesta menos partir de cero porque está acostumbrado a vivir muy cerca de él; lo cual le hace, en situaciones límite, más libre y menos ridículo.

Y termino con un apunte creo que importante: el lector conoce desde el inicio el destino del pueblo: la desaparición. Esto condiciona la visión de todos los personajes, porque todos, sin excepción, van a ser perdedores. Eso refuerza la visión igualitaria que siempre trae el humor. De ahí que el lector sea aún más afectuoso y solidario de lo habitual con los débiles y no se tome demasiado a pecho a egoístas, aprovechados y abusones.

Publicado originariamente en catalán, «Camino de sirga» se cuenta entre más grandes obras de la literatura catalana. No me extraña. Es un novelón universal de los que se recuerdan toda la vida.



Fotos de la antigua Mequinenza (ignoro el autor)






lunes, 15 de septiembre de 2025

La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas – Gaétan Soucy


              «A los 39 años, Gaétan Soucy (1958-2013) escribió este libro en 29 días. Me ha gustado muchísimo. Loco, divertido, tierno, trágico, absurdo… Un singular narrador con un lenguaje propio que es parte esencial del humor de esta a la vez dulce y dolorosa historia».

              Esto es lo que dije en Twitter cuando terminé de leer este libro. A la hora de escribir su reseña, aparte de contar algo sobre el argumento y de hacer la fervorosa recomendación de leerlo, no creo que pueda añadir nada más.

              La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas está contando en primera persona por uno de los dos, ejem, hijos del caballero cuya muerte se anuncia magistralmente en la primera línea. Ya lo comentamos en Twitter: cuando uno se da cuenta de la monumental fuerza de una frase que a priori parece normalita, si se fija advierte que la razón es la inclusión en ella de una expresión sencilla y a la vez brutal: «hacerse cargo del universo».

              ¿Y qué me decís del contraste de esa fuerza con una palabra como «papá» en boca de un hijo? ¿A que hace tremenda la sensación de desamparo? Hay infinitos detalles así.

    A partir de este comienzo el lector empieza a interactuar con el personaje sin darse cuenta, porque lo primero que debe hacer es adaptarse a su peculiar forma de expresarse: el narrador desconoce todo sinónimo, de modo que cada cosa solo es capaz de designarla con un término, por lo que, a falta de matices, sus palabras unas veces encajan mejor con la situación y otras peor, a menudo de modo chocante; otras palabras las inventa, y, además, digámoslo así, utiliza un permanente tono solemne que no distingue lo trascendente de lo trivial.

              Hay una razón para todo esto, que ya apunta la sinopsis: los hermanitos han vivido aislados en una finca de la que nunca han salido, sin más compañía que su padre, un hombre despótico, cuadriculado y obsesivo. En consecuencia, ni conocen el mundo ni otro vocabulario que el muy escueto transmitido por el difunto. Con tan limitada experiencia, les es inevitable parecer un poco grillados. Una de las dudas de la novela es saber si lo están. Así, desde esa primera línea, se genera una tragicomedia en el sentido más estricto. El lector puede estar profundamente conmovido en un instante y soltar una carcajada al siguiente. La novela es convulsa en lo emocional. Pero, además, igual que hay términos inventados cuyo significado es pronto evidente (como el de «estancadilla», que, por cierto, he incorporado a mi vocabulario bromista), hay expresiones sobre las que el lector permanece in albis durante muchas páginas, hasta que la aclaración de su significado desenmaraña también la historia. Este juego de luces y sombras a través de la creación y omisión de palabras es magistral. Sospechas que parecen importantes acaban difuminándose y aparentes tonterías pueden alcanzar un valor determinante, lo que motiva una lectura atenta, alerta y no de sorpresa en sorpresa sino de descubrimiento en descubrimiento.

              Es decir, la historia es interesante, pero es el modo en que está contada el añadido que hace de La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas una obra fantástica, sobre todo para aquellos lectores que disfruten del lenguaje tanto como de los argumentos. Gaétan Soucy ejerce de divertido malabarista de la palabra.

              Y ahora vuelvo al principio: el caso es que el padre se ha muerto y sus despojos, en el lenguaje de sus hijos, hay que enterrarlos. Por este civilizado motivo el, ejem, narrador, emprende la valerosa hazaña, casi la epopeya, de ir a un lugar habitado para comprar un ataúd como quien va a la tienda a comprar pepinos, aunque con la solemnidad de los grandes momentos. Esta aventura abre las puertas de la finca y de la vida familiar al mundo exterior y…

              Y lo que sucede lo sabrá quien lea esta brillante y breve obra sobre la que si añadiera algo más sería para reiterar lo que he dicho al principio.

jueves, 11 de septiembre de 2025

El hombre del puerto – Cristina Cassar Scalia

 


Me resulta complicado explicar por qué los libros de Cristina Cassar Scalia me entretienen tanto. Quizá sea porque logra un difícil equilibrio entre las tramas (una mezcla de novelas negras de salón y novelas de acción) y el ritmo: constante, ágil, sin prisas, con textos que no dan rodeos, que solo olvidan lo principal para mencionar lo visible. Cristina Cassar Scalia practica una escritura muy eficaz, limpia, directa, que comunica con facilidad, aunque sin pretensiones artísticas. Es una contadora de historias. Y buena.

Para adentrarse en esta cuarta entrega de la saga de la subcomisaria palermitana de Catania Vanina Garrasi (Guarrasi en la edición original y en otros países) conviene haber leído las tres anteriores, porque si en algo Cassar Scalia es igualita a tantos otros escritores es en que utiliza la peripecia vital de su protagonista para crear una especie de trama de fondo que evoluciona de libro a libro, con el fin de crear un vínculo entre el personaje y el lector. Un vínculo que, aunque uno disfrute con él, suele buscarse por fines mercantiles.

Lo digo porque el final de la novela anterior, La cuesta de los saporani, supuso para Vanina un problemilla que se manifiesta en cada página de El hombre del puerto. Un problemilla que hace distinta y amena esta historia pero que Cassar Scalia resuelve al final porque cargar con él en futuras entregas hubiera sido un lastre al condenar a la reiteración de situaciones. El problemilla tiene como efecto, en esta novela, que la algo glotona subcomisaria no puede dar un paso sin escolta. Una escoltas un tanto pintoresca, pues, por conveniencia del guion sus propios compañeros la han asumido. Alegremente hacen jornadas de trabajo infinitas de modo indefinido.

El hombre del puerto que da título a la novela es el fiambre que aparece en un restaurante sin duda inspirado en A Putia dell´Ostello; en concreto, en la cueva-sótano de ese local, por la que pasa un río subterráneo, el Amenano (y que ustedes pueden visitar en Google Maps, buscando fotos en internet o cotilleando en este enlace a uno de los reels del restaurante en Instagram). Como siempre, el primer investigado es el finado. Hay que saber en qué ambientes se movía, con quiénes se relacionaba… Esas cosillas. Es así como pronto averiguamos que vivía en un barco (de ahí el título) y que era una bellísima persona, sin enemigos y apreciado por todos. O, al menos, por todos menos uno. El único hilo del que tirar es que el caballero, profesor venerado por sus alumnos, practicaba una especie de voluntariado para librar de la droga a jóvenes que habían caído en ella. ¿Será la mafia quien se lo ha cargado por jorobarle la clientela? Algo sabía el hombre sobre adicciones, pues en su juventud estuvo un tiempo en una comuna hippie, o algo similar, con flipados diversos que, tantos años después, ya no son fumetas sino gente respetable.

Y ya he contado demasiado, porque como los seguidores de la saga conocen, Vanina Garrasi suele echar mano de la experiencia y conocimientos del excomisario Biagio Patanè, que los tiene en abundancia por ser octogenario. No me voy a pronunciar sobre la gallina y el huevo (atribúyase la condición de gallina a la voluntad de la autora de enlazar presente y pasado y a Patanè la de huevo) pero es la memoria del excomisario lo que permite moverse en el tiempo y dar a los casos de Garrasi el atractivo literario de resolver viejos casos abordando los nuevos. Cuáles sean los antiguos y su relación con el presente lo sabrá quien lea esta novela.

Patanè y su celosísima esposa son la guinda de una panoplia de personajes ya conocidos por los lectores, variados en edad, habilidades, torpezas, vicios, debilidades, aspiraciones y hasta belleza, aunque todos, vamos a decirlo así, de la misma clase media que la mayoría de los lectores. Para terminar, como ocurre con tantos otros protagonistas de sagas, la relación de Vanina Garrasi con la comida sigue siendo importante y, al igual que esos ancestros literarios, se centra en la comida local y en locales tradicionales y ajenos al turismo. 

Y con todo lo dicho en los últimos párrafos vuelvo al principio: quizá el éxito de Cristina Cassar Scalia se deba a la naturalidad, sencillez y eficacia con que, sin que apenas se note, combina magistralmente muchos de los recursos típicos del género.


lunes, 8 de septiembre de 2025

El pueblo de la alfombra – Terry Pratchett

 


La historia de «El pueblo de la alfombra» da una idea de la mezcla de sentido común y prodigiosa imaginación de Terry Pratchett, que escribió esta novela a cuatro manos consigo mismo, según indica la contraportada: dos de sus manos solo tenían 17 años cuando se pusieron a la tarea. Las otras dos, 43. De ahí, también, que fuera publicada dos veces. La primera, en 1971. Y la segunda, bastante cambiada en algunos puntos, en 1992. Esta última es la versión definitiva, lógicamente. El resultado responde a lo que cualquier aficionado a Pratchett puede esperar tanto en escenografía como en humor, aunque no hay componentes paródicos, más allá de inspirarse en diferentes tópicos. Un libro de aventura, acción y fantasía, en el que solo la fantasía es verdaderamente original, marca Pratchett.

No estamos en el Mundodisco, sino en una alfombra. Así, como suena. El mundo de los personajes de esta novela es una alfombra. La Alfombra. Fuera de ella no hay nada. O sí. Extensiones lisas, llanas e inabarcables, como para nosotros lo es el espacio.

Los diferentes pueblos que moran en la Alfombra viven entre bosques (bosques de pelos, obviamente) y andan más o menos a la greña entre sí. Digamos que hay unos malos malísimos y no excesivamente guapos que quieren hacerse con el control de la capital, que responde al nada ingenuo nombre de Mercadeo, y otros que lo mismo guerrean entre sí que se unen sin saber muy bien por qué. Además, cada pueblo es también una especie. Y cada especie tiene sus rarezas, por cierto. No hay humanos, o solo más o menos.

Bajo esta idea de que toda alfombra puede ser el mundo de unos seres diminutos que viven en ella como nosotros en el planeta, se desarrolla una acción que nace con la huida de parte de los protagonistas (relativa, porque son nómadas) tras el paso del Deshilachado (luego vuelvo a él). En su forzada romería hacia lugares seguros viven peripecias que les obligan a ir reconduciendo su rumbo hacia Mercadeo, y en el tránsito se van uniendo personajes que, al final, van a tener que enfrentarse, como ya he avisado, a unos malos malísimos que se les van anticipando y complicando la vida en la ruta. Entre los protagonistas, varios tópicos de las novelas de fantasía: una especie de viejo y sabio hechicero, un líder fortachón y no excesivamente listo, y alguno no tan fuerte pero sí hábil y mucho más avispado, amén de algún que otro papanatas. Por supuesto, la diosa Chiripa siempre acompaña a este tipo de héroes medievalizados.

¿Y qué es el Deshilachado, al que antes me he referido? Un fenómeno natural que sucede con cierta frecuencia en la Alfombra, y tan devastador como para nosotros un monumental terremoto. Pero no me ha quedado claro en qué consiste, si en un humano barriendo la alfombra con la escoba, ajeno a las vidas que se carga y a los destrozos que causa, o pasando el aspirador.

En definitiva, Pratchett juega maravillosamente con una idea que todos hemos tenido alguna vez al ser conscientes de que convivimos con seres microscópicos para los que el universo es un milímetro o, visto de otro modo, que nosotros también somos esos seres perdidos en esa molécula que es la Tierra en un universo que no comprendemos.




El 14 de febrero de 1990 la sonda espacial Voyager 1, lanzada en 1977, el objeto humano que más se ha alejado de la Tierra, giró antes de abandonar el sistema solar, a unos 6000 millones de kilómetros de nosotros, a trabajada iniciativa del científico y escritor Carl Sagan (1934-1996), para tomar una «foto de familia» de nuestro sistema solar. La tierra es ese puntito que se ve en la foto, en medio de un colosal rayo de luz. «Un punto azul pálido», tituló Sagan, en 1994, el famoso libro que, haciéndonos ver que somos tan diminutos como los habitantes de la alfombra de Pratchett o que la Tierra es nuestra Alfombra, comenzaba así: «Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es nuestro hogar. Eso somos nosotros. En él, todos los que amas, todos los que conoces, todos de los que alguna vez escuchaste, cada ser humano que ha existido, vivió su vida. La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos, miles de religiones seguras de sí mismas, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada maestro de la moral, cada político corrupto, cada «superestrella», cada «líder supremo», cada santo y pecador en la historia de nuestra especie, vivió ahí – en una mota de polvo suspendida en un rayo de sol».

        Mira la Alfombra de Pratchett. Somos nosotros.


jueves, 4 de septiembre de 2025

Personas decentes – Leonardo Padura

 


Al ver el título cada lector evocará cómo es para él una persona decente. Sin embargo, creo que al terminar esta novela sus ideas al respecto habrán variado bastante.

Y es que algunas de las personas decentes que transitan por sus páginas lo son a pesar de sus delitos, e incluso gracias a ellos. También, lógicamente, el lector se plantea el frecuente dilema entre la decencia legal (actuar dentro de la ley y el orden, que son normas generales, comunes a todos y, por tanto, necesariamente limitadas e incapaces de recoger toda la realidad) y la decencia moral (actuar de acuerdo con la ética, que es una norma individual, propia de cada cual y presente en cada una de las realidades que cada persona afronta).

Y tras esta parrafada voy al grano.

De la serie  de Mario Conde había leído solo la primera novela, «Pasado perfecto», perfectamente pasada, porque no me entusiasmó. Desde ella, leída en 2019 y cuya acción transcurría en los años 80, he saltado a la última, «Personas decentes», que se desarrolla en 2016. Casi treinta años después. Entre una y otra el protagonista se ha transformado en un hombre 62 o 63 años que hace décadas dejó de ser policía para poner una librería de lance. El proceso de cambio me lo he perdido, aunque he podido constatar que el señor Conde tiene como pareja juntos-pero-no-revueltos a Tamara, amor platónico en aquella primera novela. La razón de no haber leído ninguna de las ocho que median entre ambas hay que buscarla en lo que acabo de decir de la primera y en lo bien que he oído hablar de esta última.

Y la fama es merecida. «Personas decentes» es un buen libro. Muy superior a casi toda la novela policial a la venta.

Padura utiliza en esta obra dos recursos bastante frecuentes. El primero consiste en contar dos historias paralelas, en apariencia independientes, que se desarrollan en capítulos alternos. Esto da agilidad a la lectura y permite al lector oxigenarse cada veinte o treinta páginas. En esta ocasión, la trama principal es la provocada por la muerte de un antiguo censor cultural del régimen cubano, un tipo cruel a quien nadie tiene motivos para recordar con cariño y sí con asco e inquina. De aclarar qué ocurrió se encarga el señor Conde, ya señor librero, cuando un antiguo colega reclama su ayuda porque los policías están hasta la gorra de trabajo a causa de la inminente llegada de Barack Obama a La Habana y, poco después, de la actuación de los Rolling Stones. La segunda historia transcurre un siglo antes, y se inspira (este es el segundo recurso muy común en la literatura actual) en una historia real. A ser posible, como es el caso, en historias de ilustres desconocidos. Gente relevante en su momento, pero no de primera fila. A veces ni de segunda ni de tercera. En esta ocasión se trata de la historia de Alberto Yarini (1882-1910), un lúcido joven de éxito, de buena familia, gran carisma, notorio proxeneta, que, cual flautista de Hamelin, encandilaba a todos con su sonrisa y su amable trato en pro de sus negocios y de sus aspiraciones políticas. Un adorable manipulador al que resultaba imposible no rendirse. ¿Qué tiene que ver una historia con otra? Nada. Solo que Conde, que protagoniza la primera, está escribiendo la segunda. El intento final de Padura de que ambas converjan es más voluntarista que efectivo, ya que la causa es un señor que pasaba por allí hace no sé cuántos años, forzada casualidad que le permite a Padura justificar el parto de mellizos. Pero ambas historias son interesantes.

La trama policial, la trama Conde, permite al autor dar su visión de la Cuba de 2016. Fidel Castro murió a finales de ese año. Había renunciado al poder en 2008, en favor de su hermano Raúl. La visita de Obama y la de los Rolling Stones prometía una apertura soñada por todos menos por los más engordados por el régimen. La novela se mueve entre esa esperanza y el desengañado escepticismo de Conde, que cuenta con la ventaja de ser la voz del Padura de 2022, que es cuando se publicó «Personas decentes». Además, Conde tiene repetidas ocasiones para pasmarse con la inexplicable aparición de nuevos ricos cubanos que gastan a manos llenas en establecimientos de hostelería donde la mayor parte de la población necesitaría el sueldo de una semana para tomarse un café.

La historia de Alberto Yarini nos conduce a la Cuba de un siglo atrás, casi recién lograda una independencia que no era tal por la influencia de Estados Unidos. Pero, así como en la trama Conde Padura es muy consciente de la diferencia de vida entre las élites y el pueblo, la de Yarini es una historia de élites en las que solo el policía que la cuenta representa, más mal que bien, al pueblo llano. Eso sí, la disoluta vida de Yarini transcurre entre prostitutas (simples instrumentos que no alcanzan a representar a casi nadie en la novela), hasta el punto de tener en su casa algo parecido a un harén. Es decir, el panorama de élites solo es matizado por el lumpen en que se mueven y al que explotan.

Ambas historias transcurren en Cuba, pero en tiempos y mundos diferentes. La de Yarini en una economía de mercado, capitalista, profundamente caciquil y fundamentada en atroces desigualdades (que apenas se mencionan) en el marco de una Habana en alegre y próspero crecimiento al servicio del dinero. La de Conde, en la Cuba de 2016, con La Habana ahora como decadente protagonista que intenta respirar gracias a una inexplicable oleada de progreso que solo beneficia a unos pocos, todo visto con la mirada nostálgica de quien conoció sus restos de brillantez; una Cuba con una dictadura aún contundente aunque suavizada en lo represor comparada con su propio pasado, pero incapaz de ofrecer a la población otra cosa que miseria. La prosperidad solo puede buscarse en la emigración o en engordar como parásito del régimen. La Habana, su esplendor a costa de la desigualdad, del abuso político; su decadencia, debida a la dictadura sustitutoria; y su ansiada y nunca llegada resurrección como metáfora de todo.

A este último respecto, llama la atención cómo todos los personajes hablan con el protagonista como si no formara parte, al menos por encargo, del aparato policial; como si todos dieran por hecha y compartieran su opinión crítica, aunque no virulenta, sobre el régimen. Nadie parece tener miedo de expresarse ante él. La visión que nos traslada Conde/Padura es crítica con el régimen cubano, aunque no se mencionan nombres, ni responsables, ni causas, como si se hablara de una fatalidad de la que, pase lo que pase, resulta imposible escapar y, por tanto, contra la que no merece la pena luchar. Como si Cuba fuera un país metido en un callejón sin salida y sin posibilidad de marcha atrás.

Cuento todo esto porque lo mejor de este libro son esos marcos en los que transcurre la acción. En algún sitio he leído la afirmación de Padura de que esta es su novela más policial. No puedo juzgarlo por haber leído solo otra de la serie. Cierto es que la trama Conde tiene su aquel como rompecabezas, como novela de salón, aunque las corazonadas del viejo exteniente permiten unos saltos mortales en la investigación que lo mismo depositan al lector ante una poeta fallecida cuatro décadas atrás que ante el mismísimo Napoleón. Como truquillo, el asunto de las corazonadas es demasiado facilón.

        No obstante, lo trabajado o no de estos truquillos es lo de menos. La trama pretende entretener, y el fondo social e histórico de los personajes es lo principal. O, al menos, lo que más que ha gustado

Volviendo al principio, casi todos lo que circulan en torno al malo malísimo finado pueden ser buenos o malos, pero unos y otros lo son influidos por achuchadas vivencias debidas a la situación política, económica y social cubana en cada una de las dos historias, lo cual causa que nunca sepamos hasta qué punto cada cual es, o no, una persona decente