lunes, 28 de octubre de 2024

La conciencia contada por un sapiens a un neandertal - Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga

 



 Los científicos saben cómo surge la conciencia, el reconocimiento del yo. Son capaces de explicarlo desde el punto de vista evolutivo e incluso de decir cómo funciona el cerebro para hacerla efectiva. En cambio, no tienen nada claro qué es y cómo surge algo que ni siquiera consideran útil en términos evolutivos: la subjetividad.

        Sobre la base de la primera idea (o, más bien, con Millás mezclando e intentando separar ambas) y jugando inútilmente y en exceso con la geografía cerebral, Juan José Millás y Juan Luis Arsuaga firman el último libro de una exitosa trilogía que nadie anunció. Si no recuerdo mal, el primer libro iba a ser el único, o esa posibilidad se insinuaba; y el segundo, el ultimo. Pero claro…

        De los tres, este el más flojete. Se trasladan pocas ideas y demasiado machaconamente; además, son más complejas y difíciles de entender, aunque el motivo quizá sea que las metáforas son menos afortunadas, o más desganadas. Sin embargo, lo que el libro pierde por el lado científico lo gana por el literario, porque buena parte de su razón de ser es la divertida narración –vista a través del sentido del humor de quien la escribe, Juan José Millás- de la relación entre el antropólogo y el escritor.

        La pareja sigue funcionando por oposición quijotesca: uno es el sapiens y otro el neandertal, ya lo sabemos. El primero es el científico y el segundo el romántico; uno es el osado que siempre lleva la iniciativa y el otro el apocado que se deja arrastrar; el uno es el apegado a la realidad y el otro a las musarañas; el primero ansía vivir la vida y el segundo parece preferir soñarla.

        Esta dualidad es llevada hasta el extremo por Millás. En varias ocasiones indica que no se considera amigo de Arsuaga. No habrá lector que no se pregunte cómo puede ser: tras varios libros de éxito basados en numerosos encuentros amables y entretenidos, tras infinidad de entrevistas, charlas y conferencias en ambientes relajados y con buen humor... Hay confianza entre ellos. Hay cierta compenetración. Podría decirse que hay cariño y comprensión. Pero no amistad, proclama Millás. Entender la relación entre ambos llega a robar protagonismo al débil planteamiento del origen de la conciencia, de cómo surge, de para qué sirve, de con qué se confunde y de si es posible establecer o no una relación entre ella y lo no científico.

        Este último punto es clave: Arsuaga trata de explicar la conciencia desde un punto de vista científico, y a Millás le cuesta separarla de la trascendencia (es decir, de lo no constatable). En el proceso de entenderse se producen las explicaciones. El sapiens debe rebajar el nivel de su discurso, y el neandertal elevar el suyo hasta alcanzar un punto de entendimiento trasladable de modo inteligible a ese otro neandertal (¿o eslabón perdido?) que es el lector.

        Millas adopta el papel de traductor incompetente que, consciente de su incapacidad, enfrenta al lector al texto original afirmando: «dicen que aquí dice que…». Un traductor, también, que opina y expresa sus dudas y desacuerdos sobre el contenido del texto original con una actitud escéptica expresada de modo humorístico. Irónico una veces, algo socarrón otras.

        En el primer libro Arsuaga nos dijo, por boca de Millás, que toda evolución se justifica en la adaptación al medio o en la sexualidad (para resultar más atractivo y garantizar la procreación). En el segundo explicaron cómo condiciona la muerte la evolución, las consecuencias de la novedosa longevidad alcanzada en las últimas décadas y por qué la muerte siempre será inevitable por más que se retrase. En este tercero no veo muy claro si los autores han tenido la conciencia de que no han evolucionado ni para adaptarse a un medio con ya dos obras a cuestas ni para hacer una tercera tan seductora que justificara una cuarta; pero sí la han tenido de que tras la trabajada longevidad del éxito mercantil, no queda otra que morir.

        Así termina este experimento literario, fruto de la curiosidad, entretenido, agradable, inteligente y maravillosamente escrito.

        Aunque, volviendo al principio, el meollo de la vida, que es también lo que interesa al profano (pero no al científico, que no sabe cómo meterle mano) es algo que va mucho más allá de la vida, la muerte y la conciencia: es la subjetividad




jueves, 24 de octubre de 2024

La abuela que encontró una pistola u disparó - Benoit Philippon


    La portada y el título remiten a una buena y popular novela de humor, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, lo que puede crear expectativas erróneas.

    Lo aviso porque Berthe Gavignol, que así se llama La abuela que encontró una pistola y disparó, es también una centenaria. 102 años tiene el querubín, nacida en 1914, lo que sitúa la acción en 2016. No hay más paralelismos fuera, lógicamente, del papel que juega en las dos novelas el pasado de cada uno de sus personajes.

    102 años es una edad como para estar tan chuchurrido que cualquier cosa que uno haga sea vista con cariño y admiración por todo el mundo, hasta el punto de que apenas hay un centenario que caiga mal a nadie. Sus manías, rarezas y defectos quedan perdonados por la edad. E incluso jaleados. Con esta idea jugó Jonas Jonasson y, sin duda, juega también Benoit Philippon. ¿Cómo no encariñarse desde el primer minuto con alguien que, pese a estar con un pie y cuatro dedos del otro en el otro barrio, sigue su peregrinaje por este valle de lágrimas con desenvoltura, retranca y cierta alegría?

    Otra cosa es el concepto de alegría, claro, porque tirotear a un vecino para que escapen dos prófugos no es la actividad más enternecedora y risueña que uno pueda imaginar, aunque la tiradora tenga 102 años. Pero así comienza la novela, y el principal motivo de la pátina de humor (bastante negro) que la rodea es que los centenarios ni van haciendo las cosillas que hace Berthe ni tienen su carácter tan arrogantemente contestón.

    Con el comienzo citado, obviamente Berthe es detenida (¡solo faltaría que tuviera arrestos como para darse a la fuga!), y la novela consiste en su confesión ante un gris inspector de policía de provincias, llamado Ventura, un buen hombre armado de paciencia que tiene ante sí a una delincuente inmune al poder disuasorio de las penas. Total, cuando uno sabe que va a cascarla más o menos en un ratito, el peso de la ley no es mayor que el de una pluma. Esta confesión alterna diálogos tan interesantes como desquiciantes con narraciones en las que, en tercera persona, se nos cuenta lo que la abuela pistolera le está explicando al policía.

    Este modo dual de presentar la acción es aprovechado por el autor para crear dos tonos. El de los interrogatorios es un poco sobreactuado al principio y es, siempre, humorístico por lo que de insolente, impertinente, provocadora y desafiante tiene Berthe, que no se comporta como una detenida sino como una tocanarices de primera magnitud. ¿Qué gana provocando la irritación de nadie? Se diría que su objetivo no es defenderse, ni tan solo volver a casa, sino rizar el rizo de la insolencia, exhibirse y resultar graciosa. O no. O igual es que a su edad solo puede defenderse atacando de palabra. De palabra afilada con un humor muy agresivo. En cualquier caso, las abuelitas tocapelotas, con perdón, resultan muy simpáticas hasta que te das cuenta de que tienen la lucidez necesaria para que sus impertinencias no sean un mérito, sino el producto de una mala leche acumulada durante un siglo y capaz de avinagrar hasta la miel, de una vieja amargura convertida en objetivo porque a esas alturas ya no se puede cambiar.

    El tono en las narraciones es más suave que el de los diálogos, aunque como el narrador se dirige al lector desde la óptica de un personaje al que ya todo le importa poco, sigue teniendo cierto tono zumbón.

    Es a través de estos recuerdos como conocemos la historia de Berthe y, en particular, su relación con el «sexo fuerte», que a su lado no lo es tanto. El libro puede tomarse sin dudar como una denuncia del machismo imperante a lo largo de todo el siglo XX, para hacer reflexionar sobre sus consecuencias y supervivencia en el XXI, pero las reacciones de Berthe a él, que al principio pueden entenderse justificadas, sobre todo alguna, evolucionan, por necesidades del guion, hasta hacer de ella un personaje que pasa de justiciero a sanguinario.

    Y como 102 años dan para mucho, el autor hace pasar varios Pisuergas por esa amplia «geografía temporal» para invitar a cierta reflexión más o menos aislada sobre el racismo y hasta dónde puede llegar y, también, aunque menos, sobre la soledad de las personas mayores.

    Esto último enlaza con el final, muy bueno, original y a la ver duro y tierno. Quizá Berthe, después de todo, no era tan inmune al peso de la ley. O, quizá, al peso de su propia ley.

lunes, 21 de octubre de 2024

Vulva - Irene Herrero Miguel

 


Es complicado reseñar la lectura de una obra teatral porque el teatro se escribe para ser representado, no para ser leído. Por eso, la capacidad del lector para «escenificar» lo que lee puede afectar al juicio que le merezca la lectura. O, dicho en otras palabras, si no haces el necesario esfuerzo para «poner bien en escena» mentalmente lo que lees, mejor no leas teatro.

En cambio, si te cuentas entre los capaces de hacer ese esfuerzo, agradecerás leer Vulva.

El título, si no sabes nada sobre el argumento, tiene más de provocador que de denuncia, aunque en realidad es una denuncia que, si en algo pretende provocar, es para atraer sobre ella la atención que merece.

Vulva está inspirada en un caso real. En 2019, una mujer de 32 años, Verónica Rubio, casada y con dos hijos, que trabajaba en una gran empresa industrial en la que había merecido cierta carrera profesional, se encontró de la noche a la mañana con que entre sus compañeros se había difundido, por Whatsapp, un vídeo sexual suyo grabado cinco años atrás. Al parecer, lo compartió un hombre con el que entonces había tenido una relación. La dinámica que puso en marcha este hecho terminó con el suicidio de Verónica Rubio.

En Vulva Verónica es Lucía, y no trabaja en una cadena de montaje sino en un colegio. Es profesora. Una profesional joven y competente, que trabaja y vive con normalidad. Está casada y tiene hijos, pero el matrimonio no siempre fue bien, hubo una separación de hecho y, durante ella, tuvo una relación con un colega al que le envió un vídeo suyo imaginad de qué naturaleza.

Vulva expone detalladamente, unas veces a través de diálogos y otras a través de narradores que completan la escena, el angustioso proceso por el que la víctima de un delito se convierte en culpable. Y, como culpable, en apestada. Un proceso angustioso por lo que de injusto tiene y, sobre todo, por la impotencia para detenerlo.

Porque sí, hay un autor material del delito, aquel que se cargó la intimidad de Lucía compartiendo un vídeo con… ¿una, dos, tres personas? pero el siguiente atentado contra ella está formado por todos y cada uno de los siguientes reenvíos y reproducciones de ese vídeo. El criminal, ahora, es un conjunto indeterminado de personas entre las que pocas o ninguna tiene conciencia de estar haciendo algo tan grave como para provocar una muerte. Antes al contrario, compartir y comentar les parece algo entretenido e incluso jocoso. Y lo que no mueve esa irresponsable inconsciencia, lo impulsa el morbo, la curiosidad o los afanes censores, es decir, destructivos. 

    Ninguna hormiga te mata de un mordisco, pero entre todas las del hormiguero no dejan de ti más que los huesos. ¿Qué hormiga te ha matado? ¿Todas o ninguna? Está claro que entre todas. Pero la claridad que vemos en este ejemplo no la vemos cuando somos nosotros las hormigas. Los asesinos.

    Vulva es una llamada a la responsabilidad en una época en la que es tan sencillo destruir a los demás que podemos llegar a hacerlo hasta sin darnos cuenta. Y hasta por hábito.


jueves, 17 de octubre de 2024

El silencio y la cólera – Pierre Lemaitre

 

Estupenda novela con, ejem, ejem, estupendo marcapáginas


Trilogía Los años gloriosos, 2


No leáis esta magnífica novela sin haber leído antes El ancho mundo. Aunque en las 569 páginas (que me he zampado en 72 horas de tanto como me ha gustado) el mundo es bastante menos ancho: la familia Pelletier ha pasado por cierto embudo geográfico que ha situado a los hijos en el París de los años 50 del siglo XX y a los padres aún en Beirut.

Los hijos ya no son cuatro, sino tres, y El silencio y la cólera aborda, sobre todo, la historia de Jean, el inepto, pusilánime, sicópata y acomplejado hermano mayor, y de Hélène, la hermana pequeña, que es una joven periodista con un espíritu moderno, avanzadilla del espíritu feminista desplegado en las décadas posteriores. El otro hermano, François, opera como pegamento en esta novela, como también lo hace al matrimonio Pelletier. 

Este pegamento, que no es sino consecuencia de los lazos familiares, es fundamental, porque es el que permite dar unidad a historias independientes que acaban interrelacionadas a través del parentesco.

Quienes hayan leído El ancho mundo (espero que todos los que acometan esta lectura) enseguida recordarán cómo quedaron algunas cosillas en esa novela: ¿qué pasará con Jean y sus raptos de locura? ¿Qué sucederá con sus negocios, comandados por un inútil como él, a su vez presionado hasta el delirio por una esposa ignorante, histriónica y patológicamente dominante? ¿Cómo evolucionará la relación de Françoise con Nine y su carreta periodística? ¿Cómo acabará ganándose la vida Hélène?

Pero El silencio y la cólera nos cuenta, también, la a un tiempo bella y triste historia de un pueblo llamado a desaparecer bajo las aguas de un embalse. Hasta él se va la pequeña de los Pelletier para hacer reportajes, de modo que la novela, girando en torno a esta historia ajena a los protagonistas y con los suyos propios, permite un ir y venir entre las vidas de todos ellos a través de actos y situaciones que van preparando un nuevo escenario emocional que, supongo, será el punto de partida de la tercera novela de la saga. Todo ello, por supuesto, dejando en el lector un hambre atroz de saber más, porque de igual manera que Lemaitre espolvorea magistralmente (¡y sin que apenas se note!) elementos que despiertan la curiosidad y en ansia de saber qué va a suceder, ha dejado para esa tercera entrega cuestiones mollares que no menciono para no estropear la sorpresa a quienes son amantes de ellas.

La escritura, como es lógico (y las expectativas lo agradecen) es hermana gemela de la de la primera novela. A un constante ritmo allegro andante, con un lenguaje claro, llano, muy eficaz y articulado con exquisitez (¿o debería decir elegancia engañosamente sencilla?) Lemaitre logra que el lector viaje por estas 569 páginas a velocidad de crucero, una velocidad adecuada para no perderse nada del paisaje, pero, también, para no tener que ocupar el tiempo despistándose o mirando algo dos veces.

Un libro para disfrutar de la lectura. 


lunes, 14 de octubre de 2024

La noche será negra y blanca – Socorro Venegas

 



México. Protagoniza esta breve y gran obra una joven periodista: Andrea. Su padre la abandonó a ella y a su madre alrededor de una década atrás. En algún momento que poco a poco va quedando claro, algo sucedió con el hermano pequeño. Si eso tiene o no que ver con aquel abandono, también tarda en saberse.

La novela comienza cuando, tras tantos años de silencio e ignorancia sobre su vida y paradero, el padre se pone en contacto con la hija para pedirle que vaya a verlo a Denver. 

La hija duda y la madre no está por la labor. Pero ambas tienen dudas, cada cual las suyas y de distinta intensidad. Y, sobre todo, cada una tienen sus propios recuerdos, que a su vez motivan rencores y expectativas diferentes.

Mientras Andrea decide qué hacer, tiene ocasión de reunirse con asiduidad con un viejo escritor para hacerle una larga entrevista, a cuyo fin se mantienen los vínculos necesarios para seguir visitándolo. El caballero lleva fama de inaccesible, y su comportamiento, aunque deferente con Andrea, deja clara la jerarquía que establece entre ambos. Esta relación es clave en la novela, porque es el escritor quien consigue influir en Andrea para que aprenda, o al menos intente, digerir un pasado que nunca ha dejado de darle vueltas en lo más profundo del estómago.

Si Andrea va a ver a su padre y qué sucede, lo sabrá quien lea la novela, cuyo interés radica precisamente en las reflexiones que inspira sobre el modo en que abordamos lo incómodo, lo indigesto, lo traumático; en las reflexiones sobre la importancia de hablar, de ver, de escribir; o, lo que es lo mismo, de exponer y analizar para comprender. Aunque, claro, para todo ello suele ser necesario, primero, actuar. Es decir, dar la cara para poder preguntar, dialogar, explicarse, recibir explicaciones… saber.

Saber también que, al final, cada persona vive una misma realidad de modos muy diferentes porque diferente es la posición de cada cual.


jueves, 10 de octubre de 2024

De qué hablo cuando hablo de escribir - Haruki Murakami

 


A lo largo del tiempo Haruki Murakami escribió una serie de reflexiones más o menos inconexas sobre su posición ante la escritura que acabó publicando, tiempo más tarde, en una revista. Esas reflexiones, y cinco más escritas para la ocasión, forman este libro que, gracias a esa labor de adecentamiento, tiene una estructura más o menos sólida. Así, el refrito (Murakami afirma que jamás ha escrito uno) se limita al tono, el cual, pese a la confesada armonización, no ha acabado de cuajar como único, y en algunos capítulos es desabrido. Llama la atención, por lo militante y la falta de rigor, el capítulo dedicado a la escuela.

Al «lector vulgaris» probablemente este libro le parezca un poco muermo, porque el contenido responde, más que a su título, al de «De qué hablo cuando hablo de escribir yo». Es decir, Murakami cuenta su experiencia, que está mediatizada por su carácter (al cual con frecuencia se refiere como una fatalidad contra la que no merece la pena luchar), sus gustos, sus circunstancias y todas y cada una de las situaciones que individualizan una carrera literaria. Por supuesto, hay montones de experiencias compartidas con más o menos intensidad por cualquiera que haya escrito algunas novelas, pero no es el caso de la mayoría de los lectores.

Quien, como es mi caso, sí ha escrito unas cuantas (y hasta he llegado a publicar tres), disfrutará bastante de muchas de las cosas que cuentan estas páginas y mirará otras con pasmo, envidia o realizando examen de conciencia. También hay una parte que enlaza con los cotilleos que casi todos conocemos en torno al autor. Entre las primeras, entre las cosas a disfrutar, destaco las reflexiones sobre el modo de escribir, de corregir, de afrontar la construcción de una novela, de enfrentar el oficio de escritor o de reaccionar ante las críticas. Entre las segundas, resulta admirable la determinación de Murakami para llevar su vida por donde ha querido, pero difícilmente puede uno ponerse en su pellejo porque, como él mismo reconoce, su trayectoria es deudora, también, de un talento que no sabe muy bien de dónde ha salido y de un conjunto de afortunadas casualidades, además, por supuesto, de decisión y trabajo duro. Como todos los autores (menos cuatro gatos en todo el planeta) somos perfectos desconocidos o conocidos locales prontos a pasar al olvido, la lectura de este libro produce cierta desazón: dando por descontado que no hay escritor que no crea tener un mínimo de talento (se equivoque o no), dando por descontado, también, que ninguno podrá quejarse si no ha trabajado duro, si no ha sacrificado todo lo sacrificable para hacer lo que quiere hacer y hacerlo lo mejor posible, lo cual, por cierto, no hace casi nadie... dando todo eso por descontado, digo, comprobar que aun, en los excepcionales casos en que se une el talento con la decisión y el trabajo sacrificado, estás en manos de la diosa chiripa, es como pensar que tu futuro depende de que sea premiado un número de lotería que has comprado a cambio de tu vida y la de los tuyos.

En cuanto a la parte cotilla del libro, es más interesante por lo que calla que por lo que admite. Habla de su suerte, al encarrilar su carrera literaria gracias al premio que recibió su primera novela (por cierto, envió el original y no conservó copia) pero luego cuenta su amarga experiencia por no recibir no sé qué otro premio cuando todo el mundo a su alrededor esperaba que lo consiguiera. Y no menciona el Nobel, ni habla de la parte política o comercial de los premios, ni de los premios que no lo son. Sí habla de sus críticos, pero sin dar a ninguno la gloria de mencionarlo, y aunque siempre concluye que todo ha sido para bien, hasta los coscorrones, se nota que muchos de ellos aún le duelen, y que le duelen más de lo que confiesa. Por último, dentro de los cotilleos por omisión, llama también la atención que prácticamente no nombre a su familia, salvo para decir que su esposa es su primera correctora.

El resumen de su «secreto» vendría a ser el siguiente: haz todo lo necesario para conseguir las cosas, asume todos los riesgos, sacrifica todo lo que haya que sacrificar, desde la vida social a la familiar, y luego, a la hora de escribir y de afrontar la vida, olvídate de todo y espera a que todo fluya con naturalidad. La «naturalidad» es el valor supremo de Murakami. Aunque no llegue a expresarlo, la menciona constantemente.

Lo cierto es que Murakami es un autor de fama mundial, que primero alcanzó grandes cifras de ventas en Japón (hasta dos millones de ejemplares en alguna de sus obras) y para cuando, según él, conquistó la fama en el resto del mundo «partiendo de cero» en Estados Unidos (lo cual cuenta como si los logros anteriores hubieran carecido de todo peso), ya era aun autor muy vendido incluso en Rusia. Una carrera peculiar de un tipo peculiar que escribe una literatura peculiar, muy suya, fácilmente identificable, y al que envidio porque lleva el modo de vida retirada que me gustaría poder llevar a mí: cada día algo de deporte, escritura y lectura, y que le den morcilla al resto.

Claro que yo no tengo su talento ni su osadía.


jueves, 3 de octubre de 2024

Cumplas compartidas – Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt

 



Serie Sebastian Bergman, 8


Creo que cada vez que he hablado de esta saga he dicho lo que voy a repetir ahora: escribir a cuatro manos suele estar abocado al desastre (¿verdad, Camilleri y Lucarelli?) salvo en los contados casos en que la compenetración, el buen hacer, la implicación sin reservas y la fe en el proyecto común es de tal intensidad que las ideas, más que sumarse, se multiplican. 

Es extraño encontrar algo así en literatura. Sin embargo, es el método de trabajo habitual entre guionistas, sobre todo en el caso de series, que por su longitud y premura (en caso de éxito) requieren un manantial de ideas de caudal regular. Es lo que son Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, guionistas, y hay que reconocer que saben hacer su trabajo y que este se nota en sus novelas: son muy televisivas, o cinematográficas.

Dicho lo cual no me queda mucho más que añadir sin volver a repetirme, la verdad, porque Culpas compartidas, la octava entrega de la serie del psiquiatra forense Sebastian Bergman, tiene todo en común con las anteriores: la escritura absolutamente correcta, sin excesos, ni divagaciones, ni ineficacias ni fallos pero también sin alardes, en la que la eficacia comunicativa prima sobre cualquier aspecto parecido al arte, que ni se busca ni se encuentra tampoco por casualidad. Y esa escritura simplemente eficaz, pero muy eficaz, sustenta una historia ágil, dividida en capítulos cortos que animan a leer más y más, construida entrecruzando varias otras historias agitadas y emocionalmente intensas, de modo que no hay capítulo que termine sin dejar al lector con la miel en los labios y la promesa de saciar su apetito si sigue leyendo.

¿Qué historias se entrecruzan?

La primera, la de un nuevo asesino en serie. ¡Qué socorridos son en la literatura pese a ser casi inexistentes en la realidad! Un asesino que, nuevamente, reta a Bergman. Un duelo peliculero en el que parece que siempre gana el bueno, pero en realidad nunca es así, porque el bueno suele ser lo bastante incompetente como para que el malo, que muy listo no parece, deba reincidir para ir dejando nuevas pistas. A fin de cuentas, si no lo identifican ¿cómo va a presumir de haber ganado nada a nadie? ¡Ay, la vanidad! ¡Hasta los locos ficticios la tienen!

La segunda, que es mollar a estas alturas de la saga porque Bergman lleva penando 2400 páginas la muerte de su hija Sabine, de tres años, en el tsumani de Tailandia en 2003, es qué pasó realmente entonces. Quedó apuntando al final de la séptima novela de la saga y, lógicamente, quienes habíamos llegado hasta ella no nos íbamos a quedar sin saber más. Y aquí hay más aunque no cuente qué para no reventar nada a nadie.

La tercera tiene que ver con personajes bastante chiflados que vuelven, como también quedó apuntando al final de la anterior novela. ¿Verdad, Elinor? El papel que juega este personaje en esta entrega es brillante. Para felicitar a los autores. Me pregunto desde cuándo lo tendrían previsto. Si reapareció para hacer lo que hace en esta novela o si primero decidieron traerla de vuelta a la escena y luego pensaron en cuál podía ser su papel.

Y, finalmente, Billy. O, por ser fiel a este libro, «el puto Billy», que anda penando por las consecuencias de ser un matarife y está dispuesto a asumirlas todas… Menos una.

De fondo, claro, la verdadera historia, que como siempre no es la del caso concreto resuelto en la novela sino la de los personajes que la pueblan: Bergman, Vanja, Úrsula, Torkel, Billy, My, Carlos… El final queda abierto a nuevas emociones. En teoría, no tan potentes como las que prometió el final de la séptima novela, pero a saber.

Soy adicto. Lo reconozco. Me parece increíble cómo las autores han sabido mantener el nivel a lo largo de ya ocho novelas y hacer de todas ellas, en conjunto, una sola y apasionante historia.