Bonita y breve novela a la que, por los temas que toca, se le podría haber sacado más jugo. Bergareche ha optado por mostrar una superficie atractiva, bastante peliculera, bajo que la que no se ve el fondo que la sustenta porque trabajarlo hubiera supuesto meterse en un complicado berenjenal. Cada lector queda pues en libertad de pensar que la postura vital de los personajes se debe a lo que más le guste. Y además tiene varias posturas vitales para analizar, pues si un personaje se despide de algo para él muy importante e incluso de un relevante descubrimiento recién hecho, hay quien se despide de la vida. Y también un hijo que contempla impasible ese acercamiento a la muerte, o algo así parece. Adjudique cada lector a cada personaje los motivos que desee, y acertará.
Diego y Claudia son un matrimonio adinerado, maduro, con hijas ya algo más que adolescentes, instalado en una rutina que hace de cada uno para el otro un más o menos cordial incordio. El inicio del libro los sitúa en Menorca. Allí tienen su casa de veraneo, donde van a celebrar una pachanga que tiene algo de los nervios a Claudia. Pero la historia comienza cuando en una terraza junto a un amarradero Diego reconoce a una extranjera, ya envejecida, con la que hace quince o dieciséis años vivió un romance apasionadísimo e intenso, pero también peculiar: tuvo lugar durante un festival en Estados Unidos, donde él había acudido para tratar del olvidar el suicidio de un pariente cercano; ella le ayudó a enfocar la realidad y, por tanto, a vivir mejor consigo mismo y con la esposa a la que estaba siendo infiel. Aquella mujer era entonces, y lo sigue siendo, una desconocida, pues la condición que puso para vivir aquellos inolvidables días fue bien extraña: no decirse entre sí nada que pudiera identificarlos; ni los nombres de pila.
Es decir, década y media atrás Diego había sido infiel a Claudia durante varios días no sabía con quién, y gracias a aquel «folla bien y no mires con quién» había reencauzado su vida.
Y ahora, siendo él un madurito entrado en carnes y ella una escuálida señora de chichas fofas…
Algo se remueve en su interior. ¡Jo, qué maravillosos días fueron aquellos!
Pero, así como él la ha reconocido, ella a él no.
Tampoco es tan extraño. Al pisar un puerto en Menorca nadie piensa en toparse con alguien cuyo nombre y vida ignora y a quien solo vio unos días en otro continente.
¿Qué hacer?, piensa Diego. Presentarse o no. ¿Y hacerlo como el desconocido que sigue siendo para esa mujer o como qué? ¿Y quién será el chaval que la acompaña en el barco varado en la cala?
La novela es la historia de cómo y por qué Diego toma la decisión de darse a conocer o no, lo cual pasa por todos sus recuerdos, que son los que cimentan la historia. Es, por tanto, una visión parcial que no tiene por qué coincidir con la de la otra parte. Pero es que, además, ¿reencontrarse con quién o reencontrarse con qué? ¿Qué busca Diego? ¿Volver atrás en el tiempo para abrazar lo que dejó escapar? ¿Volver a ser joven? ¿Se despide de alguien o de su juventud?
El título, Las despedidas, tiene que ver con aquella lejana despedida que tuvo lugar quince años atrás, pero también con las nuevas despedidas que el reencuentro impone: despedirse definitivamente de lo que pudo ser y no fue; esto es, renunciar al sueño de la memoria; despedirse, en consecuencia, de aquel que uno fue; despedirse de quien se llega a conocer simplemente para saber que no se le conoce; y despedirse, también, de una vida en cuyo rumbo influimos sin llegar a darnos cuenta. En definitiva, despedirnos del pasado, que es de lo único de lo que podemos despedirnos.
No es un tema muy original, pero siempre resulta atractivo y melancólico, porque a partir de cierto momento en la vida no hacemos otra cosa que despedirnos. La vida es el arte de elegir qué despedidas aplazar.
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