San Diego. Frank Macchiano es un sesentón que madruga
para vender cebo a los pescadores (tras un desayuno calculado con precisión
patológica para demostrar lo meticuloso del buen señor). Luego se permite un
ratito de surf en compañía de un amigo, policía del FBI próximo a la
jubilación ("la hora de los caballeros", que ha dado título hace bien poco a una nueva novela de este autor) y completa la mañana con su negocio de suministro y limpieza de
mantelería a restaurantes. La tarde la dedica al alquiler de inmuebles. Y la
noche, de vez en cuando, a retozar con su amiga/amante. Frank está separado,
aunque mantiene cierta relación con su ex, y tiene una hija que va a comenzar a
estudiar.
Tan idílico panorama tiene una función: contrastar con la
que se le viene encima. Cuanto más tenga que perder el protagonista, más
angustia, más tensión. Pues vale. No es un recurso difícil.
¿Y qué es lo que ocurre? Que de pronto alguien recurre a
Frank para un apaño mafioso, porque Frank, en el pasado, fue Frankie Machine. Un
mafioso. Y ahora, vaya por Dios, alguien quiere liquidarlo.
Frank no sabe quién ni por qué se lo quiere cargar, con
lo tranquilo que vivía él, y emprende una huída que solo finalizará si es capaz
de aclarar quién quiere matarlo. O, más aún, si le da matarile. Y para averiguarlo
se dedica a recordar toda su vida como mafioso.
La novela va así saltando de la huía-búsqueda al pasado.
Y así sabemos que Frankie Machine era un mafiosete de octava categoría. Un
sicario. En su haber cuenta con un buen número de muertes que casi
son presentadas como “gajes del oficio”. Y en ese mundo hay lealtades, pero no
tantas ni tan fuertes como todos querrían. Eso sí: por alguna extraña razón
Frankie es una leyenda (aunque ninguna de las actuaciones que rememora justifica
que se le considere más que un matón), y el autor lo corrobora ofreciendo toda la
lista de habilidades y precauciones con que pretende hacer pasar a Frankie por
un experto en malas artes.
El entorno, además, es el de una mafia en descomposición,
reducida a la mínima expresión y plagada de incompetentes. Una mafia cuya
evolución queda retratada en el recorrido desde el recuerdo hasta el presente.
La novela es entretenida, pero le falta chispa. Frank es “el
bueno”; sin embargo ni es lo bastante agradable como para que el lector le perdone
su pasado, ni este es presentado de la forma necesaria para que el lector se moleste en recriminárselo. El
resultado, un personaje cuya suerte importa tres pimientos al lector. Y más
porque esa suerte es bastante previsible: cuando solo hay un protagonista puede
apostarse a que va a superar cuantos problemas le salgan al paso, lo que reduce
la intriga a saber cómo es el final. Porque además los personajes tampoco son
interesantes. Demasiado planos, demasiado estereotipados algunos de ellos, y
demasiado previsible la intervención de unos cuantos.
El ritmo de la novela es sostenido, con capítulos muy
cortos, a veces de una sola página, que hacen que se avance rápido, y que
producen la engañosa sensación de “estar devorando” el texto. Solo hay un
capítulo demasiado largo, que se hace pesado, y al final se llega sin
sobresaltos literarios, aunque violencia hay en cada página.
Y el final... Bueno... El final es un final peliculero,
muy peliculero, en el peor sentido. Lo que ocurre es previsible, y hasta los “golpes
de efecto” son tradicionales. Pero lo peor de lo peor, lo horroroso, son las
dos páginas finales. El desenlace ganaría bastante si no estuvieran, porque
recuerda a los más inocentones finales del cine americano hecho en serie donde
no se puede lastimar la fidelidad del espectador hacia el “héroe”.
Una novela sobre las mafias americanas de la costa oeste
entretenida y poco más. Aunque los forofos de las puestas en escena de corte
mafioso quizá encuentren algún atractivo.
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