En octubre leí las primeras andanzas de Lorenzo, Diario de un cazador. En ese libro el
protagonista, obsesionado por la caza, se iniciaba sin darse cuenta en el mundo
afectivo y laboral. En noviembre leí el siguiente, Diario de un emigrante, donde se narraban sus peripecias para
ganarse la vida. Entre ambas lecturas solo transcurrió un mes, como en la vida
de Lorenzo solo habían transcurrido unos pocos meses, o a lo sumo unos pocos
años entre una historia y otra. Cuatro meses después, en marzo, he leído la
última novela de la serie, Diario de un
jubilado; un intervalo que guarda cierta proporcionalidad con el anterior y
con el lapso de tiempo en que se desenvuelve el personaje. No ha sido algo
voluntario, ha salido así, pero me alegro, porque leer las tres historias una
detrás de otra seguramente hace perder perspectiva, y haber tardado más hubiera
provocado olvido.
Y es que primera impresión al leer la novela es que el
tiempo pasa demasiado rápido. Que al mirar atrás los años parecen segundos, que
la vida del personaje ha transcurrido, se le ha escapado, de la misma forma que
se nos escapa a los lectores; antes de darnos cuenta dejamos de ser niños para
ser gente hecha y derecha, y antes de que volvamos a darnos cuenta estaremos en
la tumba. Esa sensación es bastante fuerte a lo largo de todo el libro, y la
ratifica la “normal” desaparición de una serie de personajes que obliga a
reflexionar sobre la forma tan “normal” en que han desaparecido tantas personas
que se cruzaron en la vida del lector.
La segunda impresión relevante afecta a cómo evolucionan las
personas. De las aspiraciones de los veinteañeros, de su confianza en sí
mismos, a su comportamiento unas pocas décadas después, media un deprimente
abismo. El común de los mortales se vuelve comodón, indolente, y sus
aspiraciones más tienen que ver con evitar ciertos sinsabores (vinculados a
menudo a los dolores de cabeza causados por los hijos) que con construir nada
nuevo. Así ocurre que el Lorenzo que disfrutaba cazando como si le fuera la
vida en ello, o el que estaba dispuesto a cruzar el océano en busca de la
prosperidad, se ha convertido en un sesentón adicto a los culebrones y sin otro
pensamiento en la vida que ganar algún que otro puñado de pesetejas sin
esfuerzo. Es decir, se ha convertido en alguien que se recrea en su
mediocridad, como le ocurre a casi todo el mundo. Nada muy diferente puede
decirse de su esposa, que en este tercer libro tiene un papel menos relevante,
hasta el punto de ser más una presencia que un personaje.
Delibes, sin
embargo, es capaz de construir una historia entretenida pese a la falta de
ambición de Lorenzo. Le basta con concederle dos pequeños caprichos. El
primero, sacarse un dinerillo fácil, como acompañante de un viejo
poeta que vive con sus hermanas, y que tiene problemas de movilidad. El poeta
es una pieza esencial en esta novela. Por una parte, sirve para que Lorenzo
muestre sus valores y, al mismo tiempo, su orgullo; y también sus prejuicios y
cómo estos ceden ante el interés, porque poco a poco Lorenzo va comprendiendo
que el poeta es homosexual, y que no le hace demasiados ascos a los mozalbetes
más jóvenes, pero pese a su desdeñosa opinión sobre los homosexuales, aguanta
imperturbable mientras el dinero siga cayendo. El poeta sirve a también Delibes para dejar sitio en la novela a
una burla de tantos y tantos escritores que viven pendientes de sí mismos,
víctimas de su vanidad, tan ansiosos por aceptar cumplidos como furiosos ante
la crítica. Aunque lo mismo que es un escritor, podría ser cualquier fulanillo
con ínfulas dedicado a cualquier cosa. La
mediocridad genuina de Lorenzo va así de la mano con la mediocridad de la
mayoría de los que se creen por encima del resto, haciendo confluir el destino
y caracteres de quienes a lo largo de su vida se creyeron en mundos diferentes.
El segundo capricho al que me refería es que Lorenzo,
confortablemente instalado en la vida y sin otra aspiración que acumular unas
pesetillas mientras come unas lentejas ya aseguradas, acaba por echar una cana
al aire, lo cual tiene unas consecuencias que el buen hombre no
acertaba a imaginar.
Entre medio, numerosos episodios aislados muestran los
cambios producidos en España en la segunda mitad del siglo XX. Cambios que no
necesariamente son positivos. Así vemos como los avances tecnológicos han
tenido consecuencias deprimentes: el televisor ha embrutecido y aislado a las
personas, que antes se veían y conversaban entre ellas; el amor al dinero fácil
ha situado al matrimonio al borde de la ludopatía, porque el juego se ha
transformado en un entretenimiento exaltado. Incluso el concepto de bienestar
ha cambiado, y quien de joven necesitaba del monte abierto para sentirse vivo ahora
vincula el bienestar a la posesión de un pequeño terrenito donde construir lo
que más es chabola que chalet. También ha desaparecido el entorno rural, y de
esta forma Diario de un jubilado
pierde buena parte del rico vocabulario que Delibes usó en los otros dos Diarios.
Y así, entre el viejo poeta vanidoso y homosexual y el
entorno de una pelandusca, la historia va saliendo poco a poco adelante, de
forma muy amena, hasta un final que solo lo es porque Delibes no siguió. Una pena. Hubiera sido interesantísimo conocer
los avatares de un Lorenzo octogenario. A cambio, Delibes nos dejó la libertad de imaginar como queramos la última
fase de la vida de un personaje que, de puro mediocre, es imprescindible.
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