Llegué a esta lectura arrastrado por tal catarata de recomendaciones que estoy seguro de que buena parte del éxito de este libro se debe al boca a boca. Lo merece, porque Un caballero es Moscú es una historia original, bella, narrada de modo claro y conciso, con un tono que juguetea mezclando melancolía y lejana esperanza, y con un ritmo constante, sin altibajos, hasta unas últimas páginas, donde el desenlace (también hermoso y más o menos inesperado) exige una notable aceleración.
El conde Rostov es, a comienzos de la historia, en 1922, un joven aristócrata, culto, sibarita y bon vivant, y todo un caballero fiel a sus valores, a la verdad, al respeto y a la educación más exquisita. Y siempre bienintencionado. Es un hombre que ha recorrido mundo y al que la revolución de 1917 sorprendió en París, aunque acabó regresando a Rusia. Allí fue detenido y hubiera sido ejecutado por el delito de ser aristócrata de no ser porque, años antes, hacía firmado un poema en el que vagamente se hacía un llamamiento a la rebelión. El poemita le salva el pellejo; gracias a él la condena no es a muerte sino a arresto domiciliario perpetuo. Claro que su domicilio es el Hotel Metropol, un famoso hotel de lujo casi enfrente del Teatro Bolshoi, a tiro de piedra del Kremlin, de la Plaza Roja y de la catedral de San Basilio.
No descubro nada. Todo esto lo sabe el lector en las primeras páginas.
Hotel Metropol, en el centro de Moscú. La cárcel del conde Rostov. |
Y, a partir de aquí, la novela. La adaptación del protagonista al arresto, a las limitaciones, a la escasez de recursos, al radical cambio de vida. En este proceso el conde enseguida se hace con el cariño del lector. ¿Por qué? A ver cómo lo explico.
Hace ya décadas los productores William Hanna y Joseph Barbera crearon dos series de dibujos animados muy parecidas: los Picapiedra y los Supersónicos. Ambas se emitían a la vez, en las mismas franjas horarias, iban dirigidas al mismo público, las dos giraban en torno a un matrimonio con dos hijos –niño y niña- y una pareja de amigos; incluso los personajes de las dos series compartían estética. Ambas familias se enfrentaban a situaciones y problemas parecidos. La primera serie ocurría en la prehistoria y la segunda en un futuro de ciencia ficción. Todo era igual entre ellas, salvo esta última diferencia. Sin embargo, los Picapiedra fueron un éxito rotundo y los Supersónicos un fracaso. ¿Por qué? Parecía inexplicable, hasta que alguien llegó a la conclusión de que los Picapiedra caían mucho mejor porque con muchos menos recursos que los espectadores de la segunda mitad del siglo XX, hacían lo mismo que ellos; en cambio, los Supersónicos, con muchísimos más medios tecnológicos que en aquel presente, no eran capaces de hacer más de lo que hacía el público que los veía.
Bueno, pues por eso mismo cae tan maravillosamente bien el conde Rostov, el caballero en Moscú, porque aislado en un hotel y desterrado de su suite, solo, sin medios, sin apoyos, sin nada que hacer en todo el día más que dejar pasar las horas, se las apaña para, de un humor unas veces meritoriamente sostenido y otras sinceramente excelente, seguir siendo la persona culta, amante del arte, sibarita, refinado, educado y presumido que había sido cuando en lugar de ser un preso era un aristócrata. Rostov siempre consigue ser él mismo, incluso cuando las circunstancias son las más propicias para hundirlo.
Esa fidelidad a su propia personalidad queda reflejada en el modo en que trata algunos objetos: la mesa que heredó de su padre, el ejemplar de Ana Karenina, el manuscrito de uno de sus amigos… Rostov siempre es Rostov incluso cuando el mundo en el que se desarrolló su personalidad ha desaparecido. Y el autor nos hace cómplices de ello llamándolo conde no solo por boca de los personajes sino también del propio narrador hasta el final de la historia, pese a que los títulos nobiliarios habían dejado de existir en Rusia ya antes del momento en que transcurre la primera línea.
Y en el hotel el conde encuentra amistad –Un caballero en Moscú es también una gran novela sobre la amistad-, relaciones sociales y hasta sexo y, sobre todo, el refugio en dos personas tan desamparadas como él: dos niñas pequeñas. Pero que conste que, si el desamparo los une, el conde en ningún momento está dispuesto a darle la más mínima ocasión de triunfar. Entre los amigos, el maitre, el chef, el barman… porque es difícil desempeñar esos oficios en un lugar tan selecto como el Metropol sin ser también unos sibaritas rendidos a los placeres antes que al propio ego. Y ya se sabe que Dios los cría y ellos se juntan.
La situación política es un marco difuso, que se filtra en el hotel sin llegar a arrasarlo –aunque sí a cambiarlo y a conducirlo a través de los años a una cierta decadencia, más acusada al principio- de modo que hay una vida fuera de sus paredes de la que el lector se entera poco, solo lo necesario. No siendo la situación política «el malo de la película», ese papel le corresponde a un solo personaje que tampoco es exactamente un malvado, sino un tipo mediocre y acomplejado (porque aquí no se opone bondad y maldad sino exquisitez y mediocridad) que trata de hacer valer su posición jerárquica simplemente para demostrar quién manda allí. El Hotel Metropol, uno de esos hoteles de leyenda, ofrece al lector varios escenarios recurrentes que, además, permiten dar variedad a la vida del protagonista: primero, los pintorescos aposentos del conde, con un punto de absurdo que recuerda a los hermanos Marx; en ellos encuentra la intimidad donde se enfrenta a sí mismo para seguir siendo el que es; en contraste, el Boiarski, un restaurante de lujo del que el conde es habitual y que sirve para satisfacer sus necesidades más elevadas y aparentar, ante el resto, que sigue manteniendo una posición -no social, sino personal- tan privilegiada como cuando existía la aristocracia; el Piazza, un restaurante más sencillo; y el distinguido bar Chaliapin, donde por la noche coindicen, por la localización del hotel, interesantes personajes de todo corte, lo mismo provenientes de las artes que de la política. El mundo del conde se extiende hasta lo que abarcan las dependencias de un hotel tan grande y fastuoso: recepción, cocinas, almacenes, pasillos, suites, azoteas donde uno se topa con gente inesperada… Como fuera de él, en el Metropol se pueden ver paisajes sublimes y lugares sórdidos. El Metropol no deja de ser, en esa novela, un mundo a escala.
Boiarski |
Chaliapin |
La acción transcurre a lo largo de más de tres décadas, de modo que el joven conde, treintañero, que conocemos al principio, acaba siendo un sesentón, del mismo modo que las niñas que se cruzan en su vida acaban siendo adultas, y del mismo modo en que sus amores –o más bien, lo más parecido al amor que encuentra- comienza siendo una joven atractiva y termina siendo una mujer todavía atractiva, pero más que madura.
Me han gustado mucho algunos detalles sicológicos, pero hay uno para el recuerdo: en la situación de vacío de poder tras la muerte de Stalin, con múltiples dudas acerca de quién va a ser su sucesor, las conclusiones sacadas de una cena a la que asisten los cuarenta y seis grandes capitostes del régimen sin que se les asigne un asiento concreto es de una lucidez y un realismo apabullante. Y el modo en que luego se aprovecha ese dato para el devenir de la novela es, además, brillante.
El desenlace supone un buen y gran final, con un giro sorprendente que hace pensar que Un caballero en Moscú es, también, más novela de amor de lo que el lector ha pensado a lo largo de sus páginas, así que conviene estar atento a los detalles, porque es en ellos, siempre, donde se juega la realidad de cómo es cada persona. Esta obra es agradable, también, porque muestra que el camino a la felicidad no pasa ni por el poder, ni por las posesiones materiales ni por las apariencias, sino por la despreocupada fidelidad a uno mismo y por la valentía de adaptarse; sabemos, también, que no se necesita a nadie para alcanzar esa felicidad, pero sí para compartirla.
En resumen, una muy buena novela, con un fuerte aroma a literatura clásica folletinesca, sobre cómo ser fiel a uno mismo, a su modo de ser y a sus valores sin hacer daño a nadie, apoyándose en las afinidades, oportunidades y situaciones de las que surgen la amistad y los amores profundos. Estoy convencido de que esta lectura es de las que se recuerdan durante años.
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