SOBRE LA ESCRITURA
Desde
que a los siete u ocho años cogí la máquina de escribir de mi padre para
redactar historias en hojitas de papel cuadriculado y soñar con que los demás
soñaran con ellas, sé que muchos escritores miden su éxito o su fracaso en
términos comerciales. Pero a pesar de aquellos sueños de niño, me cuesta ponerme
en su lugar, como entenderá quien sepa que mi mejor libro (o al menos el que yo
tengo por tal) lo escribí solo para mí y no ha de ver la luz.
Pero sea el objetivo comercial, o personal y literario, el
aprendizaje es largo y exigente. Y en su suerte juegan un papel relevante, a
veces decisivo, quienes te rodean.
Hay un tipo de adulación inevitable y que solo busca la
comodidad en el día a día. La de los amigos y la familia. Te leen, opinan por
afecto e, invariablemente, para tenerte contento o hacerse querer concluyen que
lo haces muy bien. Ánimo, sigue así. Eres un tío grande. Pero esta noche no te
pondrás a escribir, ¿verdad?, o no podremos salir a cenar.
Ánimos que estimulan pero que no señalan ni allanan
caminos. Es la reflexión crítica la que te hace mejorar. La crítica que piensa,
la que percibe fallos porque es capaz de encontrar soluciones. La que intenta
anticiparse a tus errores porque te conoce. Es como más rápido y con mayor
calidad se avanza en lo literario, en lo comercial y en todo: que alguien con
capacidad se moleste en conocerte y en analizar lo que haces y te critique, advierta
o sugiera, es un privilegio que pocos tienen y menos saben valorar.
Yo he tenido escasos aduladores espontáneos porque o no me han encontrado o soy
poco rentable para ellos. Y he tenido suerte con la familia y los amigos: no los
mareo dándoles a leer nada, pero cuando me han pedido un escrito nadie ha querido
verme por debajo del nivel que creen que puedo alcanzar: cuando algo no les ha
gustado, me lo han dicho de forma descarnada; e incluso han torcido el gesto si,
gustándoles, pensaban que lo podía hacer mejor; pero el mundillo literario no les interesa más que como lectores. Sus opiniones empiezan y acaban en lo que leen y, como a
cualquiera cuando otro le habla de aficiones desconocidas, difícilmente pueden
adoptar una visión en perspectiva. Ahora ya no, pero hace tiempo solía conversar
sobre mis inquietudes con personas con similares aficiones, lo cual siempre enriquece, pero, salvo que mi mala memoria me haga
ser injusto, recuerdo más opiniones improvisadas al hilo de conversaciones que críticas trabajadas en profundidad, y tampoco era frecuente que alguien
soliera anticiparse para hacerme sugerencias y evitarme errores o rumbos
equivocados. Hace falta mucho interés para acometer ese trabajo, y además no
soy fácil: no busco y encuentro argumentos para disfrazar impulsos, como
tanta gente, sino que sigo el orden lógico; mis decisiones suelen ser fruto de la
reflexión y por eso suelo exponer mis razones con una vehemencia que a menudo parece
resistencia, porque si algo debe acabar con ellas, debe ser capaz de vencerlas
en el debate. En lo literario, a diferencia de en lo profesional, no he
encontrado a nadie que haga conmigo algo tan duro e ingrato como ejercer de
abogado del diablo, aunque yo sí lo he sido de otros, y también así he
aprendido.
Por todo lo que he dicho, casi todo lo que sé lo debo a
lo que he observado en muchos, a lo que he ayudado a unos pocos y, sobre todo,
a mis numerosos errores.
Algo
he aprendido. Ahora, donde al principio miraba con curiosidad y voluntad de
aprendizaje, pronto distingo la estrategia del vencedor y la del perdedor, y
raras veces me equivoco; lo sé porque aunque se precisan años para confirmar las
impresiones, ya han pasado unos cuantos. Mejoran y prosperan quienes hacen
ciertas cosas, y fracasan quienes hacen otras. Pero si la fórmula mágica no
existe es porque saber lo que hay que hacer no implica saber hacerlo.
Saber
qué es solo el primer paso para aprender cómo. Cuando crees saber algo hay que
seguir observando, reflexionando, escribiendo, equivocándote y aprendiendo. Y
hacerlo bajo el riesgo de haberte confundido con el qué, y sabiendo que puedes
no encontrar el cómo. Sé poco, pero sé que sabiendo el qué, no hay dos cómos
iguales, y cada cual debe encontrar el suyo, si es capaz.
Encontrarlo
requiere tesón, paciencia y asumir riesgos no para alcanzar el objetivo final, sino los
intermedios. Esos que ninguna gloria dan.
Para
saber cómo funcionan algunas cosas y compararme conmigo mismo, me han venido
muy bien novelitas y relatos que considero
solo «entrenamientos» o intentos fallidos, y a los que he podido sacrificar en
ebook, bajo pseudónimo, en procesos de prueba y error. Dicho así suena fácil o
al menos cómodo, ¿verdad? Pero también estas obras han requerido una cantidad
ingente de trabajo y esfuerzo. Todas surgieron por o para algo. Y tras cada una
hay alegrías y decepciones. Sacrificarlas y al hacerlo enterrar tanto trabajo no
es otra cosa que la dureza del camino.
Intento
escribir al revés de quienes lo hacen en los momentos felices de publicación, adulación,
presentaciones y entrevistas y en cambio en los de plomo cierran el ordenador y se van de parranda, porque el día a
día de un escritor suele ser de plomo y el oro es escaso y efímero. Prefiero escribir desde la serenidad de sentirme nada
que desde la euforia de creerme todo, tan cercana a la ceguera. Cuando no lo he
hecho así, qué vergüenza he pasado tiempo después al releer.
Mis errores, mis maestros, me pasan facturas que a veces
me dejan exhausto: novelas enteras mal orientadas, escritas como si al talento y
a la inspiración pudiera sustituirlos el entusiasmo en lugar del esfuerzo.
Docenas de historias comenzadas e inconclusas. Cada una, un camino cortado. Marcha
atrás con la experiencia y el cansancio del trayecto recorrido, y vuelta a
empezar en otra historia, en otro mundo. Miles de horas de trabajo del que no
puedes recordar nada de lo que sentirte orgulloso, miles de horas de mirar una
pantalla en la que puede haber cualquier cosa mientras buscas en tu cabeza no
sabes qué, pero tras las cuales un día alumbras algo que sabes bueno. Y si en
esas escasas ocasiones lo sacrificas todo y dedicas tu tiempo a trabajar, escribes unas páginas hermosas que si eres capaz de limpiar y pulir darán sentido a años
de esfuerzo. Muchos se miran sin pudor en el espejo de escritores célebres para
justificar lo mismo la autoedición como por qué su talento no debe medirse por
las ventas, pero nadie dice que a menudo la celebridad procede de solo un
puñado de páginas fruto de una vida de renuncias y trabajo entregado y, de no
ser por ellas, estéril. Solo trabajando y estando alerta para ver dentro y
fuera de nosotros mismos podremos comprender, aprender y alcanzar
nuestro límite.
No es sencillo. Y aún lográndolo, si no nos contentamos
con escribir para nosotros, más nos vale trabajar también la humildad, saber que
nuestro límite estará más cercano a la cumbre de una colina desconocida que a
la del Everest; también será el momento de recordar que para escribir bien hace
falta ser buen escritor, y para vender mucho, un buen vendedor. Y como todo en la vida es circular, termino donde he empezado: hay vendedores que se meten a
escritores. Pero este texto no va dirigido a ellos.
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