En contra, solo en
apariencia. Si lo he interpretado bien, a favor.
Juan José Millás, a quien
leo y admiro, publicó el viernes una columna cuyo contenido me permito resumir
así: quien se hace famoso sea por cocinero, delincuente, astronauta o bruto, acaba
publicando un libro. Los escritores, en cambio, no pueden hacer el camino
inverso. Visto el número de firmas en las ferias del libro de unos y otros, al
escritor le dan ganas de dedicarse a otros menesteres; pero es escritor, y
seguirá siéndolo incluso perdido en medio de ese circo.
Aunque para circo, el de los
escritores, pseudoescritores y aspirantes a serlo que han compartido el
artículo en las redes, alborozados porque uno de los grandes haya puesto voz y
altavoz a tamaño intrusismo, a esa suerte de competencia desleal, a esa
conjunción planetaria, una más, que les impide ser «best sellers» y recibir su
merecida gloria en la prensa nacional. Conocí el artículo gracias al impaciente que en lugar de compartirlo mediante su enlace, lo fotografió en el periódico para difundirlo de inmediato.
Se le podría replicar a
Millás que, contrariamente a lo que afirma, son legión los escritores que
practican todo intrusismo al calor de su mucha o poca fama literaria. Sin red,
saltan de la novela (buena o mala) a pontificar sobre política internacional, económica o educativa sin saber nada sobre estos temas, y se
quedan tan panchos; o se meten a tertulianos -incluso sin cobrar si no tienen nombre suficiente-, solo
para adquirir otra fama, «extraliteraria», que poner al servicio de sus libros en
el mejor de los casos o, en el peor, porque su verdadero objetivo es solo ser famoso, que en estos tiempos es una profesión; y son infinitos los que consideran que su cenit
«literario» es ser llevado al cine o a la televisión. A ninguno se le ocurre que
desplazan a guionistas, economistas, analistas, periodistas… Y, también contrariamente
a lo que dice Millás, hay muchos escritores que acceden a la política en
puestos notables; me vienen a la cabeza alguna escritora devenida primero articulista, luego tertuliana televisiva y, finalmente, diputada, y algunos
exministros y directores generales nacionales y autonómicos. Se le podría
replicar eso. Pero cada cual tiene derecho a intentar hacer con su vida lo que buenamente pueda, y además no es esta la cuestión.
Tampoco lo es recordar la
evidencia de que el libro, como la televisión, es solo un formato que da
soporte a un batiburrillo de expresiones: poesía, soflamas, desarrollos
matemáticos, historia, ficción, recetas de pollo al chilindrón, guías de
restaurantes, consejos para ser feliz, trucos de cartas... Todo se vende en
librerías y en ferias que suelen ser del libro, y no de literatura.
Sí va en la línea de la literalidad de su
artículo algo que, por afectarme, en ocasiones he dicho: junto a la literatura (de humor, especificaba yo) se incluyen
libros completamente ajenos a ella. Un problema en muchos géneros, pero
no achacable a la celebridad televisiva que recopila sus gracias o al médico
que acumula anécdotas hospitalarias, sino a quienes venden libros, pues ser
prolijo al clasificar aturde al lector. Resultado: a saber qué puede acabar en
la misma lista que un recetario de las monjas benedictinas.
También podría recordar a
Millás que las grandes editoriales, para serlo y ofrecer sus ventajas a autores
consagrados como él, necesitan grandes números, y un millar de libros de un gran
escritor suponen menos ingresos que diez mil del último botarate autodegradado
en un plató..
Se podrían contestar muchas
cosas a Millás, pero el problema no es el que apuntan sus letras, sino el que
asoma entre sus líneas: Que se vende menos literatura.
En las palabras de Millás no
percibo la envidia que dice temer que le achaquen, sino frustración. Y no porque el pequeño
Nicolás de turno se encarame a lo alto de una lista de ventas, sino porque cada
vez se vende menos literatura. Y menos literatura buena. Tiradas más pequeñas y
autores, grandes autores, arrinconados. No creo que Millás se queje de que
vende menos que Belén Esteban. Creo que se queja de que vende menos que antes.
Y como él, casi todos los buenos escritores. Si a su lado un indocumentado se
hincha de firmar libros y acaba desplazándolo de los expositores de las librerías, a ver quién en su pellejo no acaba o enojado o
deprimido.
La lectura, que para casi
todos los lectores es una forma de ocupar el ocio, se enfrenta desde hace años
a una competencia creciente y con un poderío económico espeluznante. Se da el caso, incluso, de que los grandes grupos de comunicación se hacen la competencia a sí mismos en un intento de ocupar la mayor parte posible del mercado, y las áreas que priman, las más rentables, acaban hundiendo al resto.
La cultura, la historia
lo demuestra, puede avanzar y retroceder. Muchos de los antiguos lectores de
Millás, Marsé, Vargas Llosa y tantos otros hoy «no tienen tiempo» para volver a
ellos porque están en el sofá viendo Salvados o Master Chef, o porque no sé dónde han abierto un
restaurante yemení, o porque les dan las tantas colgando consejos en las redes
sociales. Y no olvidemos que, además, cada semana hay dos partidos del año.
Para la literatura, que
durante siglos fue uno de las principales maneras de ocupar el ocio, además de una de las más enriquecedoras, es difícil,
quizá imposible, competir en grandes números con opciones que colocan ante tu
nariz satisfacciones inmediatas y primarias. Y más para la literatura de
calidad, que requiere lectores capaces de disfrutarla. Pero los escritores, los
verdaderos, los que, como dice Millás, tras escribir un libro comienzan a pensar
en el siguiente, los que no tienen por objetivo la fama y consideran las ventas un medio y no un fin, solo tienen una
alternativa: seguir escribiendo lo mejor que saben.
Porque en este océano de
banalidad la literatura de calidad llega cada vez a menos personas y,
precisamente por eso, su importancia es todavía mayor. La literatura, nada
menos, a la que tengo por el arte capaz de expresar las ideas más complejas y
profundas.
A ver si mañana me compro el
último libro de Juan José Millás, cuyo título, «Desde la sombra», bien podría
aludir al modo en que los buenos escritores lo siguen siendo.
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