La pista de arena (Serie Montalbano, 16)
Historia inspirada, como es habitual en Camilleri, en
noticias periodísticas. Pero la musa no garantiza el resultado. O al menos La
pista de arena es la novela que menos me ha gustado de todas la de Montalbano.
¿Las razones? La trama parece solo una excusa para desarrollar una serie de
clichés televisivos con los que rellenar papel; y todos forzados, a diferencia
de lo que ocurre en otras novelas de la serie. Por citar varios:
Nuevamente -y ya van
n veces- al comisario le da por tener sueños más o menos premonitorios, lo cual
no deja de ser una forma facilona prometer emociones fuertes al lector: una
especie de publicidad de la obra al comienzo de la propia obra.
Otra vez aparece una mujer que, cómo no, deja oscuras a las más
despampanantes. Y además, millonaria perdida. Camilleri nunca olvida cubrir el papel de guapa de la película.
Añadamos que tan distinguida dama no es muy pacata y encima tiene
a bien encapricharse de forma instantánea del comisario. Dado que las
millonarias tan saladas no tienen por costumbre (o será que como hay muy pocas me resulta difícil investigar en el sector)
dispensar tanta atención a los sufridos funcionarios de provincias cincuentones y dado, también, que no hay damisela que no mire con buenos ojos a Montalbano,
la cosa también cansa un poco.
Al modo en que el cine plantó a Tarzán en Nueva York, Montalbano
se ve «obligado» -la trama no lo requiere- a asistir a un fiestón de postín
plagado de millonarios, para que sus incondicionales rían las gracias de verlo
sufrir con traje y corbata, disfruten viendo lo patoso que resulta en esos ambientes, se admiren de su llana ignorancia sobre cualquier cosa remotamente vinculada al protocolo del dinero, se rían del amaneramiento y la banalidad de aquellos a quienes la riqueza transforma en papanatas con ínfulas (el comisario, con su desprecio hacia ellos, hace así justicia en nombre del lector plebeyo, que se siente representado por él) y se diviertan viéndolo agónico ante una
pitanza distinta del pescado más fresco.
No olvidemos el envejecimiento que acompleja a Montalbano, y
que da lugar a numerosas alusiones a su pérdida de visión que, por cierto, no
tienen continuación al menos en las tres novelas posteriores. Y añadamos un superficial
sentimiento de culpa por sus devaneos, no motivados por ser un poco
calavera, pobrecico, sino por estar en la edad en la que su autoestima lo
impulsa a hacer cosas que le permitan asegurarse de que sigue siendo un hombre
joven y todavía no un viejo.
Y, por último, por fin la vulnerable vivienda del comisario
recibe el trato que bien podrían haberle dispensado muchos de los «clientes» de
novelas anteriores, y con más motivo que en esta, lo cual trata de crear un
ambiente de angustia en el lector dado que su héroe ha pasado a ser objetivo de
los criminales. Pero, por desgracia para este fin del autor, la sobreactuación
del personaje resta toda credibilidad al asunto, porque el tío no pierde el
sueño, ni la tranquilidad, ni tiene la más mínima duda de nada, ni muestra la
más mínima inquietud ni siquiera inmediatamente después de que unos desconocidos traten de
quemarle la casa. El realismo, como digo, se va a hacer puñetas.
Entre medio de todo este repertorio de virtudes y defectos
del caballero, la trama: el comisario encuentra junto a su casa un caballo
muerto, matado a golpes, y le da por investigar dedicando al asunto un interés
y unos recursos notables, y más si se tiene en cuenta que ni llega a haber
denuncia ni el caso es de su competencia. Aunque todo se rodea de misterio, las preguntas que mueven la acción son obvias: ¿quién necesita hacer
algo así? ¿Y para qué? Y, dado que no sabemos exactamente qué ha ocurrido, ¿qué es lo que ha ocurrido? Pronto descubre que un caballo de carreras ha sido
robado cuando iba a participar en el fiestoncio de ricachos que antes he citado.
Pero a saber si ese es el jamelgo finiquitado, porque el cadáver ha
desaparecido en apenas unos minutos (otra cosa poco realista, como si recoger la
casi media tonelada que puede llegar a pesar el cadáver de un caballo pudiera
improvisarse). Y, de paso, al comisario le cuenta Fazio que cada dos por tres hay carreras clandestinas donde se mueve
mucho dinero, como si la policía no debiera andar encima de un asunto de ese tipo desde hace tiempo. A partir de aquí, cierto barullo en torno al
caballo donde las cuestiones personales de los implicados se mezclan –y no descubro nada porque también es
frecuente en Camilleri- con la presencia de la mafia local. Por lo demás, una investigación tonta, en la que más vale la pena no pensar mucho para no
llegar a la conclusión de que lo que acaba siendo determinante (las razones por
las que los «malos» van a por el protagonista) en realidad importa un pito y
ningún delincuente en su sano juicio se hubiera molestado en mover un dedo.
Vuelvo al principio: la novela de Montalbano que menos me ha gustado. Menos mal
que las tres siguientes, que ya he leído cuando escribo esto, mejoran.
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