Desde que publiqué La
terrible historia de los vibradores asesinos he debido opinar con cierta
frecuencia sobre el humor (*), o sobre algunos aspectos concretos de él. No es
que sea yo un experto ni la alegría de la huerta, pero, buenas o malas, algunas
reflexiones he hecho al respecto, porque es un tema que me interesa. Así que me
permito ponerlas aquí, donde las leerá quien quiera, y quien no las dejará
correr. La primera, hoy, necesariamente ha de ser sobre mi concepción del humor.
¿De dónde sale? ¿Por qué? ¿Para qué?
En mi opinión el humor nace
de los errores. De todos los errores. Pero los que a mí me importan, los que
dan sentido al humor, son los que afectan a la percepción de las personas,
incluidos, por supuesto, nosotros mismos. ¿Seré capaz de explicarlo?
Lo intentaré.
Todos, incluso los más
modestos (o los menos vanidosos) nos otorgamos una importancia que no tenemos.
La causa probablemente sea nuestra incapacidad para asimilar que el mundo puede
prescindir de nuestra existencia, que no nos necesita ni como abono;
incapacidad debida a que solo le encontramos sentido en la medida en que
existimos en él. Dicho de otra manera: somos vara de medir porque no sabemos
hacer más; no por soberbia, sino por ignorancia; aunque el resultado acaba
siendo el mismo, porque tendemos a creer que hacemos lo que queremos, cuando
solo hacemos lo que podemos. Y al sentirnos más importantes de lo que somos
incurrimos en una profunda equivocación. La prueba es que si todos fuéramos el
Rey del Mambo, nuestro empecinamiento en morirnos no dejaría de cambiar el mundo
a cada instante. O, al menos, el mundo del mambo. Sin embargo la machacona
realidad es que caiga quien caiga, nada cambia. Como tuve ocasión de opinar en
casi todas las presentaciones de La terrible historia…, cuando las
circunstancias nos hacen conscientes de ese tremendo error solo caben dos
alternativas: engañarse a uno mismo y vivir en la inopia creyendo ser quien no
se es (cómoda y anestésica fórmula utilizada por una ingente cantidad de
personas, y a menudo el camino más seguro para convertirse en un idiota
insoportable), o aceptar nuestra pequeñez. El problema de la segunda opción es
que conduce al desencanto, cuando no de cabeza a la depresión, a no ser que
recurramos a la única fórmula existente para asumir con realismo y cierta
alegría la sideral distancia que nos separa de nuestras aspiraciones. Me
refiero al humor. Porque cuando algo o alguien, nosotros, no es lo que parece,
si no llega la decepción o el enfado es porque los desplaza una sonrisa.
Pero el humor, que visto así
es una reacción, puede y debe usarse también en sentido contrario: como una
acción para descubrir las realidades que las apariencias esconden. El uso del
humor tiene entonces algo de indecente, porque desnuda, porque descubre las
vergüenzas propias o ajenas.
Restarnos importancia a
nosotros y a cuantos nos rodean nos permite además el lujo de ser más realista
que el resto de mortales. Quien menos ha de temer a la realidad es quien en
última instancia se sabe capaz de acabar sonriendo ante ella. Cosa distinta es,
por supuesto, reírse sin analizar, reírse porque sí, reírse de una cosa y de su
opuesta, para lo cual no hace falta ser inteligente, sino un formidable
majadero (especie también muy nutrida). Porque la risa no hace bueno ni
inofensivo a su objeto; el humor, cuando no es un mecanismo de defensa
(Cervantes), lo es de ataque (Quevedo). Es decir, siempre hay un problema de
base; una discrepancia entre lo que esperábamos o vemos y lo que hay o
encontramos; el humor no la elimina, solo nos permite descubrirla o afrontarla.
El humor es cualquier mecanismo que nos permite separar realidades y
apariencias sin caer en el desánimo o el enojo.
Y esto es cuanto quería
decir hoy. Me da en la nariz que esta primera perorata ha salido algo
sabihonda, pero por fortuna tengo la excusa de que es difícil evitarlo cuando
se habla en serio de la broma. Y si he
sido pelmazo, permítanme congraciarme con ustedes ahorrándoles el trabajo de
hacer un resumen: el humor es fuente de sentido común y estabilizador mental.
Y, por suerte, sin receta médica.
Aunque, ahora que lo pienso, si este artículo no ha sido lo que ustedes esperaban, no
protesten ni se lamenten: tómenselo con humor: ¿cómo han podido ser tan
pardillos de ir a parar a mis manos?
Y termino con un cotilleo:
de esta concepción del humor partirá la próxima reflexión: la relación entre
humor y solemnidad.
(*) Permítaseme un aviso
para horripilación de puristas: ya sé que debería usar el término “humorismo”, y no “humor”. Si no lo hago
es porque no me da la gana.
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