La marquesita en cuestión es
la hija de un diplomático latinoamericano, que se casa en el Madrid de
principios del siglo XX con un muchacho de posibles, marqués, cuya viuda madre
todavía está de buen ver y tiene un amante con unos escrúpulos relativos. Pero
el marido de la marquesita tiene un problema: el sexo no es lo suyo, y solo
cierto exhibicionismo parece animar al muchacho.
Este es el planteamiento que
permite a la marquesita protagonizar, normalmente sin pretenderlo, una serie de
aventuras amorosas desde lo lógico a lo insólito, pasando por lo inesperado,
que constituyen su aprendizaje. Una historia que no deja de ser una de tantas
de bellas e inocentes muchachas que, buscándose a sí mismas, acaban de cama en
cama, partiendo de su perturbadora inocencia para llegar a conocer y dominar el poder de la
seducción. Como en muchas de estas historias, lo que de sórdido o retador pueda
haber (tomándolos como los dos extremos posibles) queda anulado por el tono
irónico y burlón del narrador, que transforma así la historia en una comedia
ligera con unos toques de fantasía que se adueñan de la novela al final,
produciendo una sensación confusa, pero intensa y bienvenida.
Lógicamente, el resto de
personajes no desentona en ese marco de sutil humor: los hay de lo más
normalitos, y los hay depravados sin maldad.
Esta novela causa la
sensación de estar ante un experimento, ante un capricho del autor, ante una de
esas obras más escritas para sí mismo que para el público. Por lo demás, la
frecuente calificación de “erótica” más se debe a que el único motor de la
acción es la seducción que a la profusión de pormenores en las aventuras de la
marquesita.
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