lunes, 15 de septiembre de 2025

La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas – Gaétan Soucy


              «A los 39 años, Gaétan Soucy (1958-2013) escribió este libro en 29 días. Me ha gustado muchísimo. Loco, divertido, tierno, trágico, absurdo… Un singular narrador con un lenguaje propio que es parte esencial del humor de esta a la vez dulce y dolorosa historia».

              Esto es lo que dije en Twitter cuando terminé de leer este libro. A la hora de escribir su reseña, aparte de contar algo sobre el argumento y de hacer la fervorosa recomendación de leerlo, no creo que pueda añadir nada más.

              La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas está contando en primera persona por uno de los dos, ejem, hijos del caballero cuya muerte se anuncia magistralmente en la primera línea. Ya lo comentamos en Twitter: cuando uno se da cuenta de la monumental fuerza de una frase que a priori parece normalita, si se fija advierte que la razón es la inclusión en ella de una expresión sencilla y a la vez brutal: «hacerse cargo del universo».

              ¿Y qué me decís del contraste de esa fuerza con una palabra como «papá» en boca de un hijo? ¿A que hace tremenda la sensación de desamparo? Hay infinitos detalles así.

    A partir de este comienzo el lector empieza a interactuar con el personaje sin darse cuenta, porque lo primero que debe hacer es adaptarse a su peculiar forma de expresarse: el narrador desconoce todo sinónimo, de modo que cada cosa solo es capaz de designarla con un término, por lo que, a falta de matices, sus palabras unas veces encajan mejor con la situación y otras peor, a menudo de modo chocante; otras palabras las inventa, y, además, digámoslo así, utiliza un permanente tono solemne que no distingue lo trascendente de lo trivial.

              Hay una razón para todo esto, que ya apunta la sinopsis: los hermanitos han vivido aislados en una finca de la que nunca han salido, sin más compañía que su padre, un hombre despótico, cuadriculado y obsesivo. En consecuencia, ni conocen el mundo ni otro vocabulario que el muy escueto transmitido por el difunto. Con tan limitada experiencia, les es inevitable parecer un poco grillados. Una de las dudas de la novela es saber si lo están. Así, desde esa primera línea, se genera una tragicomedia en el sentido más estricto. El lector puede estar profundamente conmovido en un instante y soltar una carcajada al siguiente. La novela es convulsa en lo emocional. Pero, además, igual que hay términos inventados cuyo significado es pronto evidente (como el de «estancadilla», que, por cierto, he incorporado a mi vocabulario bromista), hay expresiones sobre las que el lector permanece in albis durante muchas páginas, hasta que la aclaración de su significado desenmaraña también la historia. Este juego de luces y sombras a través de la creación y omisión de palabras es magistral. Sospechas que parecen importantes acaban difuminándose y aparentes tonterías pueden alcanzar un valor determinante, lo que motiva una lectura atenta, alerta y no de sorpresa en sorpresa sino de descubrimiento en descubrimiento.

              Es decir, la historia es interesante, pero es el modo en que está contada el añadido que hace de La niña a la que le gustaban demasiado las cerillas una obra fantástica, sobre todo para aquellos lectores que disfruten del lenguaje tanto como de los argumentos. Gaétan Soucy ejerce de divertido malabarista de la palabra.

              Y ahora vuelvo al principio: el caso es que el padre se ha muerto y sus despojos, en el lenguaje de sus hijos, hay que enterrarlos. Por este civilizado motivo el, ejem, narrador, emprende la valerosa hazaña, casi la epopeya, de ir a un lugar habitado para comprar un ataúd como quien va a la tienda a comprar pepinos, aunque con la solemnidad de los grandes momentos. Esta aventura abre las puertas de la finca y de la vida familiar al mundo exterior y…

              Y lo que sucede lo sabrá quien lea esta brillante y breve obra sobre la que si añadiera algo más sería para reiterar lo que he dicho al principio.

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