No voy a decir que llamarse Juan sea como no tener nombre, pero según el INE 365 000 personas se llaman así (o Joan) y hay 161 000 Juan Carlos, 149 000 Juan José, 128 000 Juan Antonio, 111 000 Juan Manuel… En España más de un millón de personas llevan el Juan por algún sitio del DNI.
Por eso el protagonista de esta obra teatral se llama así: porque no quiere destacar. El Juan de esta obra rechaza el triunfo, el prestigio… No quiere ser nadie distinguible. Solo aspira a ser él mismo y por eso le importa un pimiento todo lo demás. Y todos los demás.
También rechaza cuanto suponga un esfuerzo o trabajo que disguste a sus apetencias, porque su principio vital es «haz lo que te plazca y no te compliques la vida», lo que desemboca en ese confortable anonimato. Y eso que el tío es una lumbrera. O precisamente por eso.
Y, también, es un tipo encantador. ¿Cómo no va a serlo, si hace lo que le viene en gana y esa es su meta? ¡Como para estar amargado!
Ocurre, eso sí, que la bella y distinguida Irene (que roba perros para los experimentos de su egregio papá) se ha enamorado de Juan y quiere casarse con él en la España de la década de 1950, donde vivir en pecado es impensable. Y no es que Juan no la quiera, pero es que es demasiado comodón para casarse y tiene la excusa perfecta: no está dispuesto a mover un dedo para cambiar nada, porque nada está dispuesto a sacrificar por el matrimonio: su perfecta vida oscura cambiaría y se convertiría en un amargado. Y de ese amargado no estaría enamorada Irene. Además, se le acabarían antes los ahorros de los que vive sin dar golpe, y entonces, ¿qué? Para colmo, obviamente (para él), no puede pedirle a Irene que se rebaje a vivir en las condiciones en las que él vive y con un marido-guadiana.
Es un problemilla, claro. Juan vive en lugar humilde que bien puede ser la Barceloneta. Irene, la atractiva robaperros, lleva una vida regalada y opulenta. Es hija de un médico, célebre investigador, que está a punto de patentar un fármaco que hará innecesario dormir. Y el doctor tiene un ayudante tan empático como un cardo y con la autoestima muy subidita que, con el beneplácito del doctor, echa los tejos a Irene.
Ni que decir tiene que el papá y su ayudante reciben la existencia de Juan y el enamoramiento de Irene con la misma alegría con que recibirían a treinta y tres piojos juntos, como diría creo que Boris Vian.
Pero Juan… Mi adorado Juan… Juan es comprensivo con todo el mundo. ¡Hasta con el doctor Palacios! ¡Cómo va a querer él que su hija se case con un tiñoso! ¡Y menos aún que se vaya a vivir con él poco menos que debajo de un puente! ¡Pues claro! ¡Es lo normal! Pero ella está dispuesta y…
Y, bueno, Juan conoce al doctor, el doctor conoce a Juan, las filosofías de vida pueden ser tan contagiosas como los virus y…
Y, claro, si Juan se sale con la suya, no cambia de vida e Irene se amolda a él, vivirá según su gusto, pero suena un poco egoísta, ¿verdad?
Así que, ¿qué pasará?
Juan representa el revolucionario de salón que predica el cambio de valores y luego, por pura comodidad, no hace revolución alguna. Porque ser revolucionario es exigente. Esa es la condición que la introducción atribuye al autor, a Miguel Mihura, siempre crítico y cáustico con los convencionalismos sociales, pero siempre, al final, confortablemente pequeñoburgués. Juan es un poco Mihura. O un mucho.
Lo cierto es que los avatares de Juan, dentro de una historia divertida por lo disparatada y por las punzadas de absurdo que derivan de algunas cosas y, siempre, del planteamiento límite del personaje, permite realizar unas cuantas reflexiones sesudas sobre el valor o no de los convencionalismos, sobre qué se gana combatiéndolos y sobre cómo se combaten, sobre el egoísmo y la generosidad, sobre la pereza y la osadía, sobre… Incluso sobre la conveniencia de cambiar de vida.
Termino diciendo que Juan es el protagonista, sí, pero a mí me llama más la atención el doctor Palacios, porque cuando uno no tiene ocasión de causar mal a nadie, no tiene excusa para no ser fiel a sí mismo. La cuestión, puestos a ser fieles a nosotros mismos, es si sabemos realmente quiénes somos.
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