jueves, 30 de mayo de 2024

El valle – Bernard Minier

 


Mi religión dice que hay que comenzar las sagas por el primer libro. Solo así se aprecia bien la evolución de los personajes y del autor y, también, evitas los destripillos sobre las andanzas de los personajes recurrentes, que a menudo son la sal de las sagas longevas.

He pecado en esta ocasión, pues he comenzado por el sexto libro de la saga del comandante Servaz, quien, por algo que le habrá sucedido en la entrega anterior, amanece en estas páginas degradado a capitán y suspendido de empleo. También he sabido que su pareja en tiempos inmemoriales desapareció sin dejar rastro (o, más bien, la hicieron desaparecer) y que además hay un malo malísimo, muy listo y pérfido (y, sospecho, lo bastante chiflado como para dedicar sus notables facultades al arte del asesinato) que por suerte ya está a buen recaudo en la trena, aunque a saber hasta dónde llega su influencia, porque estos malos malísimos tan manipuladores…

Bueno, pues es el caso que al esforzado, sacrificado, degradado y suspendido Servaz le ha hecho tilín cierta dama con la que anda refocilándose tan contento cuando, de sopetón, una llamada telefónica que parece venir del pasado pone patas arriba su vida. Poco menos que en calzones, sale pitando a los Pirineos. Allí espera, sin más recursos que su propia presencia, aclara una parte del pasado que lo es también de su propio pasado. Pero como para investigar suele hacer falta algo más que voluntad, acaba contactando con Irène Ziegler, responsable de la brigada de investigación de la gendarmería de Pau y, sospecho, joven vieja amiga de los lectores de la saga. El primer problema al que debe hacer frente doña Irène es que Servaz está en situación irregular. El segundo, que no puede hacer mucho caso a su colega porque han comenzado a producirse ciertos crímenes tan escandalosos como peliculeros, en un entorno, además, complicadito, porque la localidad pirenaica donde transcurren los hechos queda, con sus cuatro mil habitantes a cuestas, incomunicada para todo tipo de tráfico por tiempo indefinido. Ni que decir tiene que, aprovechando su presencia allí, Servaz se une a la fiesta investigadora en calidad de oyente y consejero clandestino. Y así, sin que nadie pegue ojo, van dando tumbos de soponcio en soponcio mientras el clamor popular crece, con rebeldes incluidos, porque a nadie le apetece ser el siguiente fiambre y porque la policía, que no da una, no pilla a un malo ni medio. 

       El autor no ha renunciado a nada al pintar el paisaje. Pese al aislamiento de la localidad, sus cuatro mil habitantes permiten un escenario urbano cuando hace falta, pero, situada en los Pirineos, también ofrece escenarios agrestes e inaccesibles. Y hasta aparece un monasterio solitario en el quinto pino. No es que la realidad en la montaña no sea así: en pocos minutos de coche puedes cambiar de un ambiente a otro, pero sí es cierto que Minier lo aprovecha para alternar entornos seguros y misteriosos.

En ese entorno tan, insisto, peliculero, transcurre la novela, organizada y estructurada de modo que resulte altamente adictiva gracias a la estupenda dosificación de la información. Entre eso y que el lenguaje es correcto, claro, directo, sin florituras y sin defectos evidentes, el lector se deja llevar y disfruta sin tener demasiado en cuenta otros pecadillos nuevamente peliculeros, como el perfil de ciertos personajes que parecen una parodia de sí mismos pero que, gracias a las bondades que he señalado, no desentonan del todo entre la gente «normal» que protagoniza la saga.

Una mezcla de novela negra de salón y película de acción con malos malísimos y buenos aficionados a corretear y brincar por la frontera con el otro barrio para hacer sufrir a sus admiradores.


jueves, 23 de mayo de 2024

La última función – Luis Landero

 




    Diría que Landero se lo ha pasado en grande escribiendo La última función. Se nota en el modo en que se recrea en los detalles, en las escenas o en los sentimientos, en el cariño hacia los personajes y en el suave humor con que los trata. Y seguramente eso enlaza con que La última función sea un canto a la vida en mitad de la muerte de un pueblo. Quizá sea porque los pueblos mueren, pero la vida sigue. O porque los pueblos mueren porque la vida sigue. A saber.

    De Albin, un pueblecito del interior alejado de todas partes, pero que por el detalle del tren sabemos situado en la sierra madrileña, salió hace ya años un niño prodigio: Tito Gil. O, más bien, allí nació un niño cuyo maestro, aficionado a las artes, quiso «descubrir» como gran artista. Un niño que, ya adulto, conservó una voz portentosa que, actor o rapsoda, lo hacía especialmente apto para la escena. 

    Y el niño luego joven y luego adulto siempre amó el escenario. Por eso intentó no bajarse de él, aunque la dinámica familiar lo condujo por lugares y derroteros más prosaicos (y alimenticios). Fiel durante años a las disposiciones del «destino familiar», Tito las abandonó en cuanto hacerlo supuso un coste solo para él mismo, y desde ese momento se dedicó en exclusiva a su pasión, por más que los resultados (y los métodos y los recursos) no fueran más que mediocres y el reconocimiento, escaso. Es un perdedor, sí, pero el lector fácilmente se da cuenta de que Tito también es un héroe: es alguien capaz de renunciar a la seguridad y a la comodidad para perseguir sus ilusiones sin que los coscorrones le hagan perder la sonrisa, porque, a fin de cuentas, ¿hay algo más hermoso que tener ilusiones, aunque sea a riesgo de un fracaso que, por otra parte, es seguro si no las persigues?

    En paralelo, conocemos la historia de Paula. Una mujer de mediana edad que regresa a casa en tren, molida de trabajar, y que, al quedarse dormida, se pasa de largo de su estación. Paula es, de algún modo, lo opuesto a Tito: si él ha sacrificado una cómoda realidad por su ilusión, Paula ha sacrificado todas sus ilusiones a cambio de la certeza de una pobre realidad. Es cierto, no obstante, que Tito también se comportó así durante un periodo de su vida, pero fue un periodo de espera, sabedor de que, antes o después, podría elegir su propio rumbo. Paula, en cambio, jamás ha esperado su momento, porque, arrastrada por el día a día, sin darse cuenta ha renunciado a él del mismo modo que renunció, incluso, a identificar sus ilusiones.

    Albin, el pueblecito, fue célebre hace años, décadas, gracias a una representación popular de carácter más o menos religioso, en honor a una santa niña. Los lugareños eran los actores. La representación, en sus momentos de gloria, atrajo público de todas partes, e incluso asistentes eminentes. Aquella escenificación, sin embargo, terminó por desaparecer conforme la emigración fue disolviendo la localidad. Ha transcurrido mucho tiempo desde la última gran representación, la más grande, la mejor, que también fue la apoteosis que precedió a la nada. En aquella memorable ocasión fue precisamente Tito, de niño, con su maravillosa voz, el protagonista. Después, la decadencia y, más tarde, la desaparición.

    Ahora, tantos años después, el retorno de Tito al casi desmantelado Albin para realizar unos trámites despierta la idea de resucitar aquella celebración. Y, con ella, si se le da el debido esplendor, resucitar el pueblo. Abrir las puertas al turismo, al reconocimiento. Es la última oportunidad de Albin. Del pueblo entero. De todos los que en él aún sueñan con cumplir sus ilusiones en la tierra que les vio nacer, con los suyos, con sus amigos, sus familiares, en su casa, en su cuarto, en las calles que aman porque en ellas han sido niños... Y posiblemente también sea la última oportunidad de un ya muy maduro Tito, que navega por el mundo con la tranquilidad de conciencia de haber perseguido sus sueños y la resignación de que solo se dejaron cortejar, y aun eso en contadas ocasiones. Y, quién sabe, quizá sea también la última oportunidad de Paula, que va a parar a Albin de un modo muy peculiar.

    Para todos, para el pueblo y los protagonistas, puede ser la última función. Es decir, la última esperanza.

    Y tras ella…

    Y lo que hay tras ella lo sabrá quien lea este breve y gran libro tras cuya lectura solo queda una certeza: ni mueren los pueblos ni las ilusiones. Mueren las personas. Cuando toca, eso sí. De ahí el dicho de que mientras hay vida, hay esperanza. Y en los personajes de esta novela la hay. Con pueblos, sin pueblos, con funciones y sin funciones. 

    El final del libro, magnífico a mi juicio, deja en el lector una alegría melancólica que se parece mucho a la esperanza confiada y sosegada de quien, con la conciencia tranquila, deja atrás la parte más ajetreada de su vida para encarar la final en paz consigo mismo.


lunes, 20 de mayo de 2024

El adoquín azul – Francisco González Ledesma

 

Breve novela de Francisco González Ledesma (1927-2015), publicada en 2002, y centrada en lo que en él es característico: la evocación de la Barcelona de posguerra hecha desde el presente; una Barcelona pasada, cuajada de injusticias y abusos debidos la dictadura, que aún conserva la esencia y la dignidad de los bajos fondos y los barrios obreros, aunque sepultadas bajo el terror; como también conserva, en este caso bien visibles, las aspiraciones burguesas y de la «gente de orden»; una Barcelona pasada que se ha ido disolviendo en una modernidad impersonal de modo que, también, las viejas injusticias han alcanzado la impunidad que solo otorga el paso del tiempo, de la vida.

El protagonista, Montero, es un hombre joven en los años cuarenta. Poeta y traductor, pese a no estar especialmente significado en la lucha contra la dictadura franquista acaba herido en una redada y logra escapar apoyado por la diosa Chiripa y por una mujer misteriosa y atractiva que lo acoge en un pequeño apartamento. En él no le es dado ni menarse durante el tiempo en que permanece, no sea que lo descubran. La mujer es la esposa de un capitoste de la policía franquista, un caballero cuyos escrúpulos le impiden no dar una paliza cuando puede hacerlo. Es decir, un angelico.

¿Por qué la mujer ha acogido a Montero? ¿Por qué Montero llega a sentir lo que siente por ella? Ambas cosas merodean por la novela, que es la historia que sigue al incidente narrado. La historia de un traductor que se largó a Nueva York donde malamente se ganó el sustento y el dinero necesario para volver a Barcelona de vez en cuando a la búsqueda de una desconocida. Hasta la vejez.

¿La encuentra? ¿No la encuentra? ¿Se sabrán las razones? ¿Por qué Montero dedica su vida a esa búsqueda? ¿Amor, obsesión, agradecimiento? 

Leedlo y sacad conclusiones.

El tono, el lenguaje, es el habitual en Francisco González Ledesma, y que ya he señalado en otras reseñas.


jueves, 16 de mayo de 2024

El malogrado – Thomas Bernhard

 



Primer libro que leo de Thomas Bernhard. No creo que sea el último, pero, por si acaso te contagia algo, tampoco es un autor como para zamparse todos sus libros seguidos.

La razón es lo denso de su escritura, que más tiene que ver con la obsesión que con la complejidad. Lo más complejo, quizá, es el modo en que organiza la obsesión de modo que envuelva al lector, en un intento de fundir la mente del lector con la del narrador. El malogrado cuenta la historia de Wertheimer, pianista que podría haber sido uno de los mejores del mundo de no haber coincidido en el Mozarteum de Salzburgo con el narrador (con muchas cosas en común con el autor) y, sobre todo, con un prodigio como Glenn Gould (1932-1982), devenido personaje de esta novela. Todos tienen otra cosa en común: carecen de problemas monetarios, por no decir que les sobra el dinero.

Wertheimer es una figura malograda no solo porque se suicida (hecho que motiva la reflexión que constituye la obra, así que nada descubro), sino porque su carrera musical se ve truncada al toparse con Glenn Gould tocando las variaciones Goldberg. En ese instante Wertheimer comprende que nunca será el mejor, que jamás podrá tocar como él y… Y la cosa, la verdad, también parece haberse contagiado al narrador, también un virtuoso del piano, aunque, en su caso, tiene más excusas para abandonar la música.

En torno a esta idea, el trauma de no poder dar el último paso hasta esa cumbre donde solo hay sitio para uno, Thomas Bernhard escribe una obra de 146 páginas sin un solo punto y aparte, que en gran medida discurre mientras el protagonista espera en un mesón vacío a que alguien vaya a atenderle. Este modo de escribir crea un clima opresivo, reforzado por dos elementos: el primero, la repetición de palabras y expresiones que en ocasiones chapotean en la cacofonía, como la miríada de veces que termina las frases con el «decía, pensé» referido a que el narrador está pensando en lo que decía Wertheimer; semejante atentado tiene recompensa en forma de credibilidad, porque a quien está embebido en sus propias reflexiones le importa un pepino el estilo en que las hace. El otro elemento es el modo en que avanzan los recuerdos. Dados los primeros cuatro o cinco pasos, la historia avanza a un ritmo de cuatro pasos hacia detrás, cuatro adelante, cuatro atrás y cinco adelante, y vuelta a empezar en un girar y girar sobre las mismas ideas.

La impresión final, angustiosa, es que la vida termina sin que hayamos hecho nada con ella, salvo revolcarnos en nuestras obsesiones.

Una historia claustrofóbica.


jueves, 9 de mayo de 2024

Tiempo de venganza – Francisco González Ledesma


Francisco González Ledesma (1927-2015), sin ser Juan Marsé, a quien contempla a bastante distancia, es memoria de la posguerra en Barcelona. Y también memoria literaria de calidad, siempre, eso sí, a través de ese «género menor» que es la novela negra y con el mérito y demérito simultáneos de que su doliente tono melancólico y su estilo es casi idéntico en todas sus novelas, sean cuales sean las tramas y los personajes.

Tiempo de venganza fue publicada en 2003, y transcurre, en parte, en el presente, lo cual señalo por ser unos años de «transición tecnológica» donde había móviles, pero no tantos como ahora, y los que había no tenían conexión a internet, y… Toda una serie de cosillas que han alterado las costumbres de un tiempo muy cercano con un rotundo antes y después; tan cercano y tan distinto que varias escenas transcurridas en la actualidad hubieran podido reescribirse poco después, aunque esto es anecdótico. Porque lo importante, como es habitual en el autor, es ese presente que mira al pasado con una mezcla de impotencia, nostalgia y rabia por la paulatina y casi definitiva evaporación de personas y lugares, de la ciudad entera que fue y nunca volverá a ser, como si la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta (en la que fue joven el autor) fuera el compendio de todas las esencias.

Dos abogados ya jubilados y razonablemente adinerados andan, a comienzos del siglo XXI, decididos, por fin, a hacer justicia con un viejo crimen de posguerra: el cometido por un antiguo compañero de facultad, falangista y bien relacionado con el régimen (y, por tanto, impune), cuya víctima fue la joven universitaria de la que, quien más y quién menos, todos andaban enamoriscados. Queda clara la razón del título, ¿verdad?

Ciertamente, los caballeros se han tomado con calma su venganza, pero el plan que han diseñado para ejecutarla parece, a priori, inatacable. Las cosas, no obstante, se complican por varios motivos: por el suicidio de cierto caballero, por los problemillas del hijo de uno de los «vengadores», por… Por mil motivos que permiten ir viajando entre el presente y el pasado, entre la explicación de qué sucedió, de qué puede suceder y jugando, sin cesar, con una doble idea de justicia: si habrá o no justicia por el pasado hasta ahora impune, y si habrá o no justicia, o si lo será lo que haya, por el ajuste de cuentas del presente. 

Todo se complica un poco más, si cabe, porque la información de todos es fragmentaria. En unos casos, porque no se conocen todos los detalles y, en otros, porque alguien ha jugado al despiste, ya que una de las características del mundo que refleja González Ledesma es el papel que juegan las diferencias entre lo que los de abajo son y lo que quieren aparentar ser los de arriba. No olvidemos, tampoco, que de lo que cree el personal a lo que es o fue, suelen mediar trechos que son mundos.

El resultado de este cóctel lo sabrá quien lea la novela, que me ha gustado mucho, salvo por la resolución final, demasiado peliculera a mi juicio, pero no me resisto a recordar el papel que en la obra de González Ledesma juega la justicia poética y, también, esa otra justicia implacable que es la decadencia y la decrepitud; una justicia que alcanza a todos. Hasta a los impunes. Hasta a los que se pasan la vida eludiendo algo, evitando mostrarse como son, para toparse un día con la muerte y quedarse con la cara de idiota que se le queda a todo el que, en el instante en que ya nada tiene remedio, se da cuenta de que ha dejado pasar su existencia fingiendo ser otro.