Brillante
y divertidísima novela de Philip Roth (1933-2018), eterno candidato al Nobel,
que nos cuenta en primera persona, a modo de monólogo ante un psiquiatra, la
vida de Alexander Portnoy, de algún modo trasunto del propio autor, judío de
Newark (Nueva Jersey), como Roth, y nacido en el mismo año.
El
protagonista, hijo de un agente de seguros entusiastamente consagrado a su empresa y de una
madre absorbente y sobreprotectora, nos narra su vida desde la infancia hasta
el momento en que las confesiones se producen, a los 32 o 33 años (la novela
fue publicada en 1969, cuando Roth tenía 36 años, luego fue escrita algo antes). Todo lo hace tratando de
encontrar respuesta a lo que para el protagonista son a la vez pulsiones
vitales y limitaciones: su origen judío y su relación con el sexo. Las dos
están relacionadas, porque de la primera surge un sentimiento de culpa que
afecta a la segunda y ésta, a su vez, quién sabe si puede ser una forma de
liberación de la primera.
No
parece muy satisfecho el protagonista de su existencia, a pesar de su
inteligencia y del prestigioso trabajo que llega a desempeñar. Es crítico con
su familia, a la que ve demasiado pagada de sí misma a pesar de su mediocridad,
cuando no de su dejarse explotar por la empresa en la que trabaja el padre; sin
embargo, tampoco su propio éxito intelectual y profesional parece salvarlo de
nada; es crítico consigo mismo por no haber conseguido no sabe qué, pero algo
distinto a lo que tiene; es crítico con su religión o, más bien, con los judíos
de su entorno, a quienes presenta como un colectivo preocupado por no
contaminarse con los gentiles y a quienes acusa de ejercer hacia éstos una
fobia simétrica a la que reciben de ellos; es crítico con el amor, que no llega
a conocer porque se deja llevar por el sexo, que para él tiene una importancia
capital aunque no le satisface emocionalmente, un sexo instintivo, al que acude
más por necesidad que por afición y tan compulsivo que impide cualquier
relación afectiva normal: nunca dice «no» a la llamada del sexo, sin
preocuparse apenas de con quién; y, a la vez, fijarse en alguien por algo que
no sea tenga que ver con el sexo le resulta imposible.
Todo
ello, como digo, contado en forma de monólogo, pero en un tono de ingenioso
cabreo, de reto, de queja y, de algún modo, de reivindicación, pero nunca en
tono de confesión con propósito de enmienda. «Sí, soy así. Muy a mi pesar. ¿Qué
pasa?» es lo que parece decir constantemente. Y es de ahí, de ese ingenioso y mayúsculo
cabreo existencial consigo mismo y con el mundo en general, de donde brota el
humor, porque aunque sea con amargura, el protagonista no deja de reírse de sí
mismo y de los suyos desgranando críticas que no solo son aplicables a él, sino que van mucho más lejos de las circunstancias del personaje para ofrecer un cabreado muestrario de la sordidez, acomodamiento, hipocresía y falta de reflexión de la sociedad moderna, una sociedad sometida al dictado de quienes tienen capacidad de dictar (por supuesto, en su propio beneficio) y que, teniéndolo todo para elevarse por encima de sí misma, se conforma con revolcarse en el barro que le han dictado que está calentito: o, dicho de otro modo, nadie encuentra nada porque nadie busca nada.
Las
alusiones sexuales, por explícitas, causaron polémica cuando la novela fue
publicada, hasta el punto de que el libro sigue teniendo fama de obsceno. Y sí,
hay alusiones explícitas, aunque nunca muy detalladas, pero con todo lo que se
ha visto desde entonces tampoco son como para que a estas alturas le dé un
pampurrio a nadie.
Una
grandísma novela que merece la pena leer.
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