Los hijos del desastre, 1
Magnífica
novela de Pierre Lemaitre, primera de la trilogía Los hijos del desastre, que
aborda el periodo de entreguerras y comienza en los últimos días de la Primera
Guerra Mundial.
Con los soldados de ambos bandos
ya sin ganas de pelear y esperando el armisticio, un ambicioso teniente, Henri
d´Aulnay-Pradelle, urde una criminal treta para que sus hombres se lancen a la
conquista de «la cota 113», inútil triunfo para el país pero importante para
él; una acción que, sin él saberlo, va a condicionar de modo insólito su propio destino y el de
dos de sus hombres: el gris y apocado Albert Maillard y Édouard Péricourt, el
simpático y alocado artista hijo de un millonario, que acaba sufriendo una
horrible desfiguración.
Tras la tragedia, Édouard no quiere saber nada de su familia y queda, de facto, al cuidado de Maillard, quien se siente en deuda con él. Pero para que Édouard pueda salirse con la suya es necesario fingir su muerte, hecho que va a volver a condicionar la existencia de los tres. Y es que, aunque lo ignoran, todo lo que hacen provoca que su vida vaya a seguir estrechamente entrelazada.
Pradelle, ascendido a capitán y tras un ventajoso matrimonio, ha decidido recuperar el viejo esplendor de su apellido, para lo que necesita hacerse rico de modo rápido. ¿Y qué más eficaz y accesible manera que a través de la corrupción? Sus tejemanejes en el tratamiento del entierro de los caídos por la patria –basado en hechos reales- no tienen nada que envidiar a los más groseros casos de corrupción conocidos, y en algún punto recuerdan al triste caso, mucho más actual, de la repatriación de los cadáveres del accidente del «Yak-42». Entre tanto, Édouard y Albert están en la ruina caracolera, hasta que el primero idea una delirante estafa (esta sí, fruto de la mente del autor) que juega con los mismos valores que utiliza Pradelle, aunque mientras que éste no tiene excusa moral, ¿quién puede decirle a Édouard que él no es una de las víctimas de la guerra, y no menor?
La
novela, que comienza lenta, va cogiendo ritmo según pasan las páginas; va de
menos a más, siendo todo tan bien explicado que la trama, compleja, parece
simple. En el recorrido, tan importante como las andanzas de los protagonistas
es el paisaje: la Francia de la posguerra, la contradicción entre quienes
quieren olvidar y mirar al futuro y quienes no quieren que nada se olvide (un tema eterno en toda época de violencia); entre
la necesidad de reconocer a los caídos y el nulo deseo de dejarse caer con
ellos –si quiera sea económicamente-. Todo, además, está tratado con una eficaz
y elegante pátina de humor que hace que hasta los personajes más deleznables
lleguen a inspirar cierto cariño. Y es que, además, en esta historia de
caraduras (unos por devoción y otros por obligación) navegando entre gente
decente, no hay espacio para personajes irreales: la fuerza de la acción es su
verosimilitud; lo que no consigue el ingenio de unos lo consigue la desidia de
otros, o la comodidad de todos, lo cual no impide que los errores se paguen.
Un
libro bueno de lectura aún más agradable, y con una dedicatoria sensacional
cuya explicación podéis ver en esta secuencia de fotos título-dedicatoria-agradecimiento
que hace ya días puse en Instagram.
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