En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 28 de noviembre de 2013

El enredo de la bolsa y la vida – Eduardo Mendoza



            Tan bien me lo pasé con La aventura del tocador de señoras que cuando apareció publicado El enredo de la bolsa y la vida no lo compré de inmediato porque preferí esperar, acumular ganas, para luego disfrutar más de la lectura. Lo hice en la creencia de que esta nueva novela mantendría el altísimo nivel de su predecesora. Bueno, pues aunque ambas comparten protagonista y escenarios, poco tienen que ver, y junto con El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas forman una serie algo irregular, lo cual bien puede explicarse por las tres décadas y media que separan a la cripta del enredo.
            Invitado a un acto de reconocimiento por doctor Sugrañes, psiquiatra responsable del innominado protagonista durante sus años de encierro en el manicomio, este coincide con un antiguo interno y amigo, Rómulo el Guapo, que le propone dar un golpe. El protagonista se niega, dado que ha conseguido ser una persona respetable al frente de una lamentable peluquería sin clientes y con deudas, y ahí queda la cosa. Pero poco después aparece una niña en la peluquería, diciéndole que Rómulo ha desaparecido, y pidiéndole ayuda para encontrarlo. Con la colaboración de dos “estatuas vivientes”, un repartidor de pizzas y una extremista de izquierdas, el protagonista monta un grupo de trabajo -con centro en un cutrísimo bar llamado Se vende perro-  que se pasa la novela observando aquí y allá, lo que hace que acción haya poca, aparte de algún allanamiento y un corto viajecito a las Costa Brava. Pero no es la investigación, sino una subinspectora de policía, quien les pone sobre la pista de un terrorista internacional, desembocando la cosa en torno a un atentado contra Ángela Merkel.
            El argumento está menos trabajado que otras veces, con poco espacio para la sorpresa,  pero es tan sencillo que casi resulta agradable por su propia simpleza, dado que los personajes no hacen otra cosa que ir y venir. Pero lo que más he echado de menos ha sido, precisamente,  a los personajes. ¿Por qué? Porque el tiempo ha pasado para todos, todos han envejecido, todos están más decepcionados con la vida, más cansados y faltos ya de toda ambición, aunque da la impresión de que el cansancio es del propio Mendoza. Tan evidente es, que leyendo el libro he recordado varias veces unas declaraciones suyas con motivo de la publicación de esta novela, diciendo, con la honestidad que le caracteriza, que este tipo de escritura es muy agradecida porque le cuesta poco trabajo y se vende mucho; por primera vez me he creído que le había costado poco, y hasta me he planteado las razones por las que Mendoza ha escrito esta novela que, desde luego, poco tendrán que ver con las que confesó que le llevaron a escribir El misterio de la cripta embrujada.
              En el enredo, el protagonista ha perdido casi toda la solemnidad que hacía de él una caricatura; es ahora un personaje casi normal, al margen de algún ramalazo; de su extravagancia solo queda sus pocos escrúpulos en materia higiénica, lo grotesco de algunas indumentarias y la costumbre de echarse a dormir en cualquier lugar por incómodo que sea. Se ha perdido también buena parte del absurdo y los personajes secundarios fían toda su gracia a su apariencia, quedando infinitamente por debajo de personajes memorables de La aventura del tocador de señoras, como el Alcalde y Arderiu. Los más conseguidos son la familia china que ha abierto un bazar casi enfrente de la peluquería. Especialmente sosa resulta la Ángela Merkel de la novela, plantada en ella como si su sola presencia en compañía de tanto desarrapado tuviera que ser hilarante. No lo es.  Los personajes, en conjunto, resultan graciosos, pero tienen menos mala sombra de lo que parece, entre otras cosas porque la falta chispa e ingenio respecto al “tocador” implica una pérdida considerable de capacidad crítica. Si en el “tocador” la corrupción pública y privada salían vilipendiadas, en el enredo poco se critica, y sin demasiada intensidad. Hay unas cuantas alusiones a la crisis, pero como entorno, sin que se entre a censurar ni uno solo de los excesos y desajustes que la han provocado. Lo más llamativo, pero no crítico, posiblemente sea la alusión final a la influencia de China en el mundo. Por todo esto El enredo de la bolsa y la vida es, sin duda, la novela más normal de las cuatro que comparten protagonista, la más cercana al concepto de novela tradicional y "de consumo", y como lo que pierde en humor no lo gana en intriga el resultado es modesto. Aunque, claro, los resultados modestos de un autor como Mendoza están por encima de los resultados brillantes de muchos otros. Falta chispa, sí, pero se aprecia profesionalidad y buen hacer.
            La historia, no sé si para hacer más sencillo el humor o para que el lector fiel no se sienta en otro mundo, contiene numerosas alusiones a las novelas precedentes, de las que recupera escenarios y personajes. Cándida, la hermana del protagonista, Viriato, el marido que se echó en la novela anterior, el alcalde de La aventura de tocador de señoras, que tiene una intervención corta en la que aparece completamente desdibujado,  las noticias que se nos dan sobre el comisario Flores y Purines,  de Sugrañes ya he hablado al principio, e incluso aparece “la chica” de El laberinto de las aceitunas, tan hastiada de la vida como el protagonista, y con la que se deja caer una idea que conduce a este, al final de la novela, a un plano completamente nuevo e inesperado, no sé si para dotarlo de una humanidad que escapa de la caricatura y el humor, o para abrir puertas a una nueva novela con un escenario completamente nuevo; no digo a qué me refiero para no fastidiarle a nadie esa sorpresa final, pero sí que lo que se apunta tiene un grave desajuste temporal, lo cual no deja de ser extraño cuando Mendoza ha sido tan puntilloso a la hora de que el tiempo corra para su personaje al mismo ritmo que para el lector.
            En cuanto a los escenarios, todo transcurre en Barcelona, y en concreto en la peluquería El tocador de señoras, que ha perdido su encanto porque mientras que en la novela precedente el lugar era una promesa, una esperanza de una nueva vida para un protagonista capaz de transformar algo tan triste en una oportunidad, ahora, además de conocido, el infecto local ni siquiera es una maldición, quedándose en lo que es: un lugar gris, sucio y en absoluto estimulante.
            En medio de este entorno, de vez en cuando, eso sí, salta la chispa de una escena cómica muy lograda, como cuando se narra el error de Rómulo al asaltar una joyería, aunque otras (como la causa del fracaso del primer atraco que se narra) resulten algo tontas.
            Otra de las cosas que he echado de menos ha sido la habilidad de Mendoza para hacer reír con los nombres. Lo ha intentado, pero El Pollo Morgan, Rómulo el Guapo y otros similares no están a la altura de los Miscosillas, Magnolios, Purines y Plutarquetes.
            Y termino volviendo a algo ya apuntado: el protagonista se ha vuelto menos solemne, menos dado los discursos y la grandilocuencia, como si ya estuviera cansado de todo, y dado que la novela está escrita en primera persona el lenguaje se resiente. Sigue siendo abundante, pero ya no tan florido y, sobre todo, queda mucho más desvinculado del humor. A esto ayuda la ausencia de personajes tan delirantes como el Alcalde y Arderiu, pues los secundarios, en general, están bastante calladitos en esta novela, exceptuando al abuelo chino y a su hijo, cuyo modo de hablar resulta en ocasiones muy gracioso (como cuando se refieren a los “honorables antecedentes penales” del protagonista), pero no da para verborrea alguna.
            En resumen, una novela que se lee muy bien –me le he zampado en dos días-, pero que no está a la altura La aventura del tocador de señoras. Es una novela que disputará con El laberinto de las aceitunas ser la más floja de las cuatro, y posiblemente gane. Dicho lo cual, añado que es una novela infinitamente mejor que engendros que han estado de moda estos últimos años, como Maldito karma o El ángel más tonto del mundo, ambos reseñados en este mismo blog.







lunes, 25 de noviembre de 2013

La mala luz – Carlos Castán



La mala luz impide ver, conocer, dar respuesta a interrogantes que, también amparados en la mala luz, a veces inquietan con dudas borrosas. La mala luz nos impide ver cómo somos, e incluso saber lo que queremos y, por tanto, encontrar respuestas que ni siquiera podemos aventurar si existen.
Este es el problema que se encuentra el narrador de esta magnífica novela de Carlos Castán. Al hilo de una separación matrimonial y de su amistad con Jacobo, igualmente separado, el narrador se enfrenta a su propia vida con la actitud de quien ve que todo se hunde bajo sus pies, del que comprende que la juventud termina el día en las expectativas comienzan a ser sustituidas por la constatación del incumplimiento de las aspiraciones. La vida como una sucesión de errores, el primero de los cuales siempre es confiar en que de alguna manera, en algún momento, no sabemos cómo ni cuándo, seremos capaces de dar lo mejor de nosotros mismos; la vida como una sucesión de detalles que pasaron inadvertidos; la vida que de pronto, un día, nos pasa la factura de todo lo que dejamos de hacer por pereza, incapacidad u olvido, de todo lo que creíamos que iba a ser de una manera y fue de otra, de todo lo que pensamos que seríamos capaces de afrontar. Y antes o después, la soledad.
¿Cómo enfrentarse a la derrota? ¿Cómo enfrentarse a que cada vez hay menos días y menos fuerzas? ¿Cómo mirar a un futuro con la experiencia de un pasado roto?
Las reflexiones del narrador, las metáforas que añaden sentimiento al significado, son de un detalle y de una profundidad que conmueve. Y cuando el narrador parece haber terminado consigo mismo, algo le obliga a proseguir: la violenta muerte de su amigo le conduce a hacer algo tan simple como husmear en las pertenencias del difunto, y de ahí pasa a hacerlo en las propias, viéndose a sí mismo casi con la distancia con que se ve a un muerto. La reflexión a partir del recuerdo, y el recuerdo que se torna doloroso conforme pasa la vida amenazan con llevarlo a un límite del que no se sabe cómo puede salir: porque ¿qué forma adopta el desmoronamiento definitivo? ¿En qué consiste desmoronarse? Claro que una salida, a veces, es dejar de lado el dolor, olvidarse de él, pensar en otra cosa cuando la vida lo permite. Y la vida suele permitirlo, porque otra cosa no, pero el ser humano es experto en escapar.
En el mundo del narrador la literatura juega un papel casi tan importante como la sensualidad que aparece casi siempre en pasado. No en la novela en sí, sino en el modo de ser y de afrontar la vida, porque las referencias casi siempre son literarias. Al fin y al cabo el tormento es cosa de escritores; porque quien no es capaz de dejar rastro de su dolor, no suele superar la condición de víctima.
Solo par de veces –la primera, en el funeral-, el narrador sale de sí mismo, de su introspección, mira alrededor y deja de juzgarse para juzgar a los demás, y sorprende entonces la violencia con que lo hace y la forma en que llega a situarse por encima de muchos. Aunque, bien mirado, no es infrecuente que los demás se vean zarandeados, si quiera sea de pensamiento, cuando tenemos problemas.
No digo cómo termina la novela, pero sí que sorprende casi hasta desconcertar. En un primer momento tuve la impresión de que algo no cuadraba, de que era un final algo forzado, pero es una sensación engañosa: en cuanto pasa un rato comprendes que sí, que puede ser, que por qué no, que, volviendo a lo de antes, de alguna manera se tiene uno que desmoronar.
En algún sitio he leído que esta novela es uno de los acontecimientos literarios del año en España. No conozco apenas lo que se ha publicado en 2013, pero a nadie puede caberle duda de que estamos ante una novela de alto nivel, de las que antes o después se vuelven a leer, de las que aguantan el paso de los años.
Eso sí: ni caso a la contraportada. Ni thriller ni gaitas. Literatura.


jueves, 21 de noviembre de 2013

La aventura del tocador de señoras – Eduardo Mendoza




          La aventura del tocador de señoras es una de las mejores novelas de humor que he leído, y también una notable novela de intriga. Tanto que la modestia del autor en el prólogo no está justificada a la vista del resultado. Creo que Mendoza, equivocadamente, confunde mérito y trabajo, como si el genio no tuviera mérito, y si esta novela la escribió a modo de pasatiempo no sé el trabajo que tendrá, pero genio e ingenio no le falta.
Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, he releído las tres novelas anteriores del mismo personaje, y me ha venido bien para apreciar en su justa medida La aventura del tocador de señoras (a mi modo de ver, una novela genial y la más elaborada de las tres), porque estaba prevenido respecto a la complejidad de su argumento y he procurado seguirlo más atentamente.
Y es que el argumento es verdaderamente enrevesado, a la vista de todos los personajes que hay y de que ninguno es del todo inocente, pero se sigue bien si la novela se lee en un corto periodo de tiempo. El innominado protagonista, injustamente conocido como “el detective loco”, tras pasar no sé cuántos años en el manicomio ha salido de él por haberse curado todos los internos a la vez de forma "milagrosa", al hilo de una operación inmobiliaria sobre los terrenos donde se asienta el centro. Y no solo eso, ha conseguido ser una persona “normal”. Su hermana Cándida se ha casado con un tal Viriato, ciudadano dado a la filosofía, la homosexualidad y la vagancia, y propietario de la más espantosa y lúgubre peluquería que vieron los siglos: El tocador de señoras; dadas las aficiones del cuñado y su escaso amor al trabajo, el protagonista ha quedado a cargo del negocio, malsano y ruinoso, donde una guapa y joven  mujer, Ivet, lo va a buscar con una extraña propuesta: que simule un robo en una empresa. Pero el robo simulado acaba siendo otra cosa, y en el escenario del "robo" aparece luego el cadáver del dueño de la empresa. El protagonista es, obviamente, el principal sospechoso del crimen, pero lo fundamental para todos es el objeto robado: una documentación comprometedora con muchos novios. Todos los cuales tienen, además, una curiosa historia detrás. Muchas de esas historias se han entrecruzado a lo largo de la vida; y las que no, pasan a entrecruzarse en la novela. Parece que he anticipado mucho, pero no he anticipado nada, porque este solo es el planteamiento. Y no es posible decir más sin hacer demasiado enrevesada la explicación: basta señalar que tamaño barullo va encajando a la perfección, página a página, y que si detrás no hay un preciso trabajo de planificación lo que hay es un ingenio como para acomplejar a cualquiera.
Pero estando el argumento urdido con tanta imaginación y tanta calidad, el humor está por encima. Tengo la sensación –pero es solo una impresión-, de que El misterio de la cripta embrujada (1977) fue la novela más espontanea de las tres, la más escrita sin pensar, y, por ello, quizá no dejó tranquilo a Mendoza, quien con El laberinto de las aceitunas (1982) posiblemente aprovechó el éxito de la primera con una novela algo más planificada pero de menor altura, y esto –pero insisto en que son elucubraciones mías- le hizo sentirse en deuda con el personaje y consigo mismo, de forma que en La aventura del tocador de señoras (2001) ha encumbrado al personaje y, a la vez, Mendoza se ha entregado más. Para tener la conciencia tranquila. Y no solo ha encumbrado al protagonista, sino al conjunto del texto.
El protagonista, cuya edad es indeterminada, ha visto pasar el tiempo tras las rejas del manicomio; de él salió en 1977 en El misterio de la cripta embrujada y en 1982 en El laberinto de las aceitunas. Ahora estamos 2001 y aunque el protagonista no parece haber envejecido, admite el paso del tiempo. Es más: se ha convertido en el buenazo que ya apuntaba, y solo aspira a llevar una vida de ciudadano ejemplar, aunque no consigue abandonar su escatológica sordidez ni ha renunciado a sus solemnes parlamentos. Es un individuo que lo mismo está pendiente de los detalles más nimios que cae en los despistes más absurdos, que tan pronto razona con brillantez como se lía con la cosa más tonta, que lo mismo evita todo peligro (por ejemplo borrando sus huellas del escenario de un crimen) que desafía al riesgo refrescándose los pies, con zapatos y todo, en la casa donde está investigando de rondón. Su riqueza de vocabulario es prodigiosa, haciendo que el lenguaje sea un recurso humorístico más tanto por lo rimbombante de los discursos y opiniones como por lo chocante que resulta esa expresión en un tipejo de su calaña. En esta ocasión Mendoza explota magistralmente las aclaraciones hechas por el propio personaje tanto vía paréntesis -cuando explicando lo obvio hace pensar en lo absurdo- como cuando el personaje considera al lector o a otros personajes tan limitados que insiste en ciertas precisiones. Como en las otras novelas, pero en esta más que en el resto, una parte importante del cariño que despierta radica en la nula consideración en que lo tiene el resto, pese a sus buenas intenciones y a su exquisita educación (los personajes de alto copete llegan a referirse a él, en su presencia, como “mierda con moscas”). Y, como en otras novelas, pero también más en esta, el resto del afecto se lo gana el personaje con un ingenio y una capacidad de adaptación que lo sitúan, con su escasez de medios, por encima de quienes los tienen todos. ¿Quién no siente simpatía hacia quien hace lo más con lo menos, hacia quien es capaz de superar la precariedad a base de inteligencia?
El segundo personaje al que quiero hacer referencia es el alcalde de Barcelona. Mendoza no le pone nombre ni cita a qué partido pertenece, aunque en la época en que transcurren los hechos era Joan Clos, por lo que resulta complicado no pensar en él. Pero si no cita ni nombre ni partido es porque el alcalde que retrata Mendoza es un símbolo, una caricatura de la que se sirve para criticar lo peor de la política, todo lo que ahora, diez años más tarde, ha originado tanto debate. Así denuncia el populismo (cuando el alcalde, en campaña electoral, abraza fogosamente a quien no conoce de nada), al político que elude sus responsabilidades (el acalde se escaquea a a hora de subvencionar El tocador de señoras, afectado por la explosión de una bomba), critica Mendoza la actitud pasiva ante la corrupción (cuando algo ilegal llega a sus oídos, el alcalde se limita a decir con fingida turbación: “estas no son cosas que yo deba oír”), critica tambiñen la propensión a la corrupción (indica el alcalde que todos quieren meter mano en las arcas, o que no es con razones como cambian las políticas), se denuncian los mensajes hueros (como cuando  al ir a hablar en público el alcalde dice que va a hablar “de nada, como de costumbre”, o cuando aparece en casa del protagonista diciendo una cosa y la contraria), se critica el hacer de la política un medio de vida (como cuando cínicamente el alcalde se refiere a la dureza de tener que alternar esquís y yates sin tiempo para darse a la holganza, o cuando la evolución ideológica está ligada al “ande yo caliente”), se censura el caso omiso que a menudo la política hace a los votantes (como cuando el alcalde agradece el elocuente silencio que lo anima a volver a presentarse), se alude a la financiación ilegal de los partidos políticos (cuando el alcalde agradece el “apoyo material” de los presentes), y se critican los modos de hacer política (el alcalde se queja de que la oposición es dura porque tienen tan pocos escrúpulos como ellos), etc. Una caricatura, sí, pero una crítica despiadada a la que hay que añadir otra, más fugaz pero que aparece varias veces, de la que también se ha hablado mucho una década más tarde: los excesos del urbanismo vinculados a la especulación.
También quiero señalar a Arderiu. Es un personaje secundario, aparentemente solo el marido calzonazos de Reinona, pero genial. Un hombre rico y tonto, muy rico y muy tonto, que se confunde cada vez que abre la boca pero que no puede dejar de hablar de forma impetuosa; un hombre que, con su verborrea y sus confusiones, pone de manifiesto una escala de valores donde prima el interés, el estar, el hacer, sobre el ser (a pesar de su paradójico final).
El resto de personajes están también muy logrado, en especial el chófer negro llamado Magnolio, e Ivet Pardalot, que se caracterizan por su aspecto y su forma de hablar. Más desdibujados están la otra Ivet y, en su breve aparición, Cándida, la hermana del protagonista, que sorprendentemente habla como él (aunque este contagiarse unos personajes a otros el modo de hablar sucede en otras ocasiones, pero nunca de forma tan llamativa). También en ellos hay una carga crítica. Los poderosos van a su aire, pisotean al resto sin pudor, como también lo hacen quienes aspiran a estar bien. Son los más bajos en la escala social, Magnolio, los propietarios del bar donde se le puede localizar, el protagonista y todos los viejos y pequeños comerciantes que apenas sobreviven a su alrededor, los únicos dispuestos a hacer favores al resto. Mención aparte merece Ivet, “la guapa de la película”, que parece una cosa y acaba confirmándolo, aunque... quien quiera saber más, que lea la novela. Por último, hay también "figurantes" que resultan graciosos, como el policía y el mozo de escuadra que por tres veces aparecen, o la enfermerota (no se le puede llamar de otra manera) al frente de la residencia de ancianos.
Hay en La aventura del tocador de señoras escenas y personajes que pueden ser interpretados como un guiño. Por ejemplo, la escena en casa del protagonista donde cada uno que llega cuenta su historia y acaba escondido donde buenamente puede cuando llega alguien más -y no paran de llegar- recuerda a muchas comedias de los años sesenta. También me ha llamado la atención la presencia del señor Mandanga: no sé si es una casualidad derivada de jugar con la fonética o un guiño a Tom Sharpe, que en Becas Flacas incluyó un personaje secundario, Madame Ma´Ndangas, ciertamente peculiar. Incluso la noticia del asesinato de Manuel Pardalot tiene reminiscencias jardelianas, por la forma en que el periódico lo anuncia.
Al igual que en El laberinto de las aceitunas, merece mención aparte la forma de hacer humor con los nombres. Muy “mortadelofilemoniana”, con permiso de Ibáñez. El abogado chanchullero es el “abogado señor Miscosillas”, la señorona bien posicionada en la sociedad y centro de atención de todos es Reinona; el cuñado, que es lo menos parecido a un líder aguerrido se llama Viriato; llamar Magnolio a un negro gigantesco también tiene su aquel, como llamar Purines a la vecina que se prostituye en plan dominatrix. Frente a todos estos personajes de vida o porte llamativo, el aparentemente más normal de todos, el guardia de seguridad, solo se llama Santi. Para indicar que respecto al resto de personajes no es más que un pobre pringadillo, a Mendoza le basta la simplicidad del nombre.
Hay alusiones a las novelas precedentes a través del recurso esporádico al nombre de Sugrañes, el director del manicomio, la presencia de Cándida o la forma en que el autor soluciona una buena papeleta trayendo a colación, de forma ingeniosísima y nada forzada al comisario Flores. La escatología pierde presencia respecto a otras ocasiones, lo que no es obstáculo para que el protagonista, que además se pasa la novela muerto de hambre, pueda ser visto y olido por todos.
Y junto a todo lo dicho encontramos gags cuando menos lo esperamos, figuras estrambóticas, situaciones absurdas, diálogos geniales, infinidad de situaciones graciosas y, una vez más, el vestuario del protagonista, que va desde el smoking plateado lleno de lamparones a la camisa de la Unió Esportiva Lleida, todo avanzando a la vez, de forma armónica, sin que nada desentone ni sobresalga, consiguiendo algo tan difícil como el equilibrio entre recursos tan diferentes que a su vez envuelven una intriga complicada y sumamente detallada. Volviendo al principio: una de las mejores novelas de humor que he leído. Y también una novela de intriga donde hasta el final no se sabe qué ocurrió, y donde cualquiera puede ser responsable de todo.
Y Mendoza, un lujo.







lunes, 18 de noviembre de 2013

Yo no soy yo, evidentemente – Gonzalo Torrente Ballester



Una joven investigadora de una universidad americana se dedica a comprobar si existió un escritor llamado Uxío Petro, autor de una Autobiografía, y, en tal caso, si él es o no el autor de otras tres novelas publicadas con nombres diferentes. Claro que también puede ser que la verdadera personalidad fuera la de alguno de aquellos tres, y Uxío Petro fuera una creación más. O puede que todos fueran personas diferentes, o todas fueran creación de otra ignorada.
Para tratar este tema se alternan, en largos capítulos, las elucubraciones de la investigadora, sus relaciones con el viejo y erudito director de la investigación, sus relaciones con el investigador chicano que le ayuda, y las relaciones de éste con un viejo amor platónico en España. Porque hasta España se desplazan para investigar tratando de localizar a las personas que protagonizaron, o inspiraron, algunos pasajes de las novelas investigadas; esto se alterna, digo, con fragmentos de esas mismas novelas, en las que a menudo resulta complicado saber quién es quién. En la primera, por ejemplo, un “nuevo yo” parece surgir de Uxío Petro a partir de cierto shock emocional, un cambio de vida que no impide que, en el fondo, uno siempre siga siendo el mismo.
Ciñéndonos a ese primer “desdoblamiento”, nos encontramos con una novela de altísima calidad, donde de alguna manera el lector se ve enfrentado a lo que antes o después le ocurre a muchas personas: que en ciertas ocasiones, a partir de algún hecho relevante, como reacción o como necesidad, uno deja de comportarse como es y para a comportarse como cree que tiene que ser; y en la medida en que este comportamiento se ve acompañado del éxito, uno tiende a creerse que es como debe ser, y no como verdaderamente es; pero ocurre  que a la larga el yo auténtico siempre acaba imponiéndose, y los éxitos a menudo se sacrifican para poder volver a ser uno mismo.
En los restantes “desdoblamientos”, en cambio, el análisis es más complicado y, a mi juicio, menos interesante. O a mí se me ha hecho más difícil de leer, porque Yo no soy yo, evidentemente, no es una novela de lectura sencilla, aunque sí de una gran calidad. Escrita en el elevado tono, ya otras veces usado por Torrente Ballester, que en otro autor con menos cultura y profundidad hubiera dado de lleno en la pedantería, aquí es muestra unas veces de humor (irónico las más de las ocasiones), otras del desdén solo concebible para quien intelectualmente está por encima del resto (y los personajes de esta novela tienen un ego y una seguridad en sí mismos que no les hace sentirse inferiores a nadie) y, en las más, sirve para ofrecer una panoplia de amplias y profundas reflexiones ante las que un editor de best sellers saldría huyendo. Volviendo al humor, como siempre en Torrente Ballester se basa en las ideas contradictorias o paradójicas, y no en los recursos cómicos tradicionales. En este sentido, Torrente Ballester es muy fiel a sí mismo, lo cual tiene un inconveniente: el considerable parecido entre muchos de sus personajes.
Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999)
En otras novelas el autor lo confesó expresamente, pero en esta no sé si lo hizo. Me refiero a que escribió lo que le vino en gana y como le vino en gana. Supongo que aquí también actuó así, y de ahí, seguramente, la evolución de esta novela que rodea el misterio de esas otras novelas que solo existen aquí, por decirlo de algún modo.  Yvonne, la investigadora que abre la obra, tiene un papel relevante al principio; parece que su confusa relación con su protector (académicamente hablando) va a dar más juego, y más cuando aparece el profesor chicano en medio; luego, sin embargo, Yvonne se difumina, y es el chicano quien adquiere más presencia, a la par que su antigua enamorada adolescente crece como personaje y su historia de amor parece que va a ser la que se adueñe de la novela. Entre tanto, sacados de las novelas de Uxío Petro y de quienes eran o no eran él, aparecen muchos personajes que adquieren una enorme fuerza para luego desaparecer casi sin dejar rastro. Todo ello, además, sin que Torrente Ballester deje de hacer lo que otras veces: dejar la mayoría de las cosas en el terreno de la elucubración, porque lo divertido, parece decirnos entre líneas, no es la verdad, sino el proceso de intentar descubrirla, de jugar con ella, aunque es muy posible que ni siquiera exista.
Como en otras novelas de Torrente Ballester, también aparece tratado indirectamente el asunto de la creación literaria, y no solo por las numerosas alusiones a las ideas preconcebidas sobre cómo deben ser las novelas, alusiones con las que Torrente Ballester se sitúa por encima de las técnicas que uniformizan,  reivindicando de esta forma  la creatividad como paso necesario para la calidad. Los investigadores, en esta novela, buscan a las personas reales en que se inspiran los personajes; y cuando esperan encontrar el personaje que los lleve al autor, encuentran a una persona que a menudo no les lleva a ningún sitio; luego... ¿cuál es la relación del autor con sus personajes? ¿Y la de los personajes con las personas que los inspiran? ¿Y la del autor con estas personas? Y en consecuencia, ¿qué es la inspiración? ¿Algo que está fuera y que el autor reconoce, o algo que está dentro de él? ¿Quizá la inspiración no es más que una excusa? ¿Quizá lo único que busca el autor en la realidad es una excusa para imaginar una nueva realidad novelada y vivirla así a su gusto?


jueves, 14 de noviembre de 2013

El laberinto de las aceitunas – Eduardo Mendoza




             Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, me ha dado por releer las tres novelas anteriores del mismo personaje. Le ha llegado ahora el turno a El laberinto de las aceitunas. Si la primera vez me pareció la más floja de las tres que formaban entonces la serie, ahora he ratificado esa sensación. No quiero decir que no sea una novela entretenida, pero sí que no se le pueden adjudicar muchos más méritos.
            La novela comienza cuando el loco “detective” de El misterio de la cripta embrujada es secuestrado en el manicomio, por obra y gracia de la policía, y conducido a un hotel donde un estrafalario ministro le indica que debe hacer un pago en efectivo en Madrid, al día siguiente, y le da un maletín lleno de dinero y las instrucciones para el pago.
            Esto desencadena una espiral de acontecimientos luego enlazados con todo tipo de despropósitos, y que comienza cuando al protagonista le roban el dinero y termina, al final, en un ambiente “de nave espacial” y con una imagen que, me da pena decirlo, no es demasiado original: la de una interferencia en una retransmisión.
Lo que ocurre entre medio es la “trama”. Durante dos tercios la novela parece tener pies y cabeza, pero luego, de súbito, comienza a perder unos y otra, enlazando un disparate tras otro hasta conseguir que lo comenzado con una novela del tipo El misterio de la cripta embrujada, termine de forma de “más difícil todavía”.
            Y lo dicho en el párrafo anterior es clave para comprender por qué, a mi juicio, esta novela, en el plano humorístico, está muy por debajo de su predecesora y de su sucesora (la cual, a expensas de que ahora la relea, me pareció la mejor de las tres). Primero porque Mendoza, durante buena parte de la novela, hace que el humor ceda ante la trama, que pasa a ser lo principal (aunque el final, que no desvelo, no deja de ser una buena broma al respecto); y lo hace de forma extraordinariamente detallista, hasta el punto de que el lector no quiere perder ripio porque da la sensación de que cualquier detalle va a ser necesario para comprender el desenlace; tan en serio nos tomamos el argumento, tan intrincado y enrevesado es, que el protagonista se pega tanto a la acción que nos olvidamos de lo fundamental: que la gracia, si está en algún sitio, está en él, en cómo es, en sus vivencias y en cómo las expesa. Y él anda en esta ocasión menos ingenioso y más falto de chispa que en las otras dos novelas que he leído. Hay que admitir, sin embargo, que el interés que el humor no llega a arrastrar consigue hacerlo la “trama”. Entrecomillo el término aparte de por lo que he dicho sobre la broma final, porque a partir más o menos del segundo tercio de la obra la evolución del argumento cambia completamente, se hace más loca, más disparatada, la acción se hace más lenta aunque se pretende acelerar con capítulos cortos y, en algunos momentos, insustanciales; la trama se disuelve en ese punto, o al menos  comienza a difuminarse; pasamos de una novela “negra” paródica a una parodia de no sabemos muy bien qué;  y también cambia el humor; lo patético del protagonista y el contraste entre lo que es y lo que está haciendo, y entre lo que hace y cómo lo cuenta, deja paso a una sucesión de imágenes y aventuras insólitas que recuerdan al humor facilón del cine norteamericano, más vinculado a lo extravagante y a lo chocante que a lo mordaz, más vinculado a la imagen que a la idea, y que no están a la altura de otros trabajos de Mendoza; y, lo que es peor, que desvirtúan al personaje, desdibujado en esta novela respecto al que protagonizó El misterio de la cripta embrujada.
                Por fortuna, La aventura del tocador de señoras el personaje volvió a sus raíces. En El laberinto de las aceitunas, además de lo dicho, aparece menos amanerado en su hablar (o con un amaneramiento más discontinuo), y para colmo tienen algunos ramalazos de normalidad, cuando lo atractivo del personaje es, precisamente, la forma en que trata de encajar su anormalidad en la vida ordinaria. Así, por ejemplo, hace un correcto análisis de su vida (sin intentar tomar como normal lo anormal), en una ocasión manifiesta unas aspiraciones horrorosamente pequeño burguesas (dando a entender, por tanto, que es consciente de su extravagancia, cuando posiblemente hace más gracia lo contrario) e incluso, con la guapa de la historia, llega a hacer algo vetado a cualquier antihéroe.
                Por último, para terminar con el aspecto humorístico, varias puntualizaciones: Mendoza vuelve a recurrir con frecuencia a cierta escatología bastante directa que, si en la primera novela era acertada porque ayudaba a definir al personaje y su entorno, en esta, estando el protagonista más difuminado, pierde buena parte de su razón de ser y de su gracia, aislándose y, por tanto, acercándose demasiado al humor “simple”. En cambio, es de destacar la forma en que utiliza los nombres propios para hacer reír: el “ministro” se apellida Pisuerga, siendo un caballero que nadie puede negar que ha aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid; “La” Emilia se hace llamar Suzanna Trash, nombre cuya sonoridad revela unas ínfulas solo equiparables a su ignorancia, habida cuenta de la traducción del apellido; el viejo sabio se llama Plutarquete, enlazando, por medio del diminutivo, al célebre historiador Plutarco con un personajillo más propio de un tebeo. También Mendoza vuelve a recurrir en esta novela, como en la anterior, a jugar con la facha del protagonista, a quien vemos vestido de camarero, con traje, sin camisa y con cuerda a modo de cinturón, en calzoncillos, desnudo bajo una gabardina como el exhibicionista tópico, e incluso, como diría don Quijote, “en pelota”. Otros recursos son la caterva del locos del manicomio, que facilitan las alusiones más esperpénticas y divertidas, y la aparición, como perfecto comodín, del comisario Flores, que en esta ocasión también aparece desdibujado; si en la primera novela era un policía de la vieja escuela que combinaba sus métodos con una buena dosis de pragmatismo, pereza y comodidad pero, dentro de sus limitaciones, era un policía más o menos normal, ahora no sabemos a qué carta quedarnos, pues demuestra una torpeza superlativa al principio, quizá en exceso caricaturesca, para, al final, retornar a su ser original. Mención aparte merece Cándida, la hermana del protagonista, una vieja y degradada prostituta. La sordidez en la que vive, combinada con el tono, tiene un efecto cómico innegable (¡hay que ver cómo transforma las cosas el humor!)
                  En resumen: personajes menos atractivos que en las otras dos novelas (pero todavía muy atractivos, que conste), y una trama que al principio absorbe toda la atención y, conforme pasan las páginas, quiere transformarse a sí misma en la fuente del humor.
                  Dicho lo cual, hay que volver a lo de siempre: pocos “peros” serios pueden ponerse a una obra que su propio autor dice que escribe para pasar el rato, como un “divertimento”. Engañar, Mendoza no engaña. Y divertir, divierte.










lunes, 11 de noviembre de 2013

Lo peor de cada casa – Tom Sharpe



Lo peor de cada casa (1996) es una de las últimas novelas de Tom Sharpe, de lo cual se deriva la ventaja de la experiencia (está escrita con una maestría admirable, una complejidad notable y un nivel de detalle que merece ser tenido en cuenta) y el inconveniente de que parece deudora de algunas otras obras; el final, por ejemplo, recuerda a alguna escena de El bastardo recalcitrante. Incluso hay un guiño a Porterhouse, el colegio de Zafarrancho en Cambridge y Becas flacas.
Pero siendo una novela buena y divertida que merece la pena leer, tiene cierto desequilibrio: un comienzo un tanto extraño por lo confuso de algunas expresiones durante las primeras páginas, el grueso de la novela, que es un ejemplo de cómo enredar las cosas y de forjar una historia a base de historias cuyos personajes adquieren su personalidad en dos pinceladas, y un final que parece una consecuencia no deseada, porque con lo bien que iba el enredo, con la forma en que iba engordando la bola de nieve, es una pena que los libros deban terminar, y da la impresión que es lo que le ocurrió a Sharpe: que disfrutó formando el lío, pero que si dio un final es porque alguno tenía que dar, y el elegido no fue ni mejor ni peor que otros, aunque, creo, no está a la altura del resto de la novela.
Timothy Bright no es muy brillante, pese a su apellido, pero proviene de una familia donde todos, de una manera u otra, siempre consiguen hacer dinero. Él se siente predestinado a lo mismo, y cree haberlo conseguido trabajando como financiero en la City. Sin embargo no es un tipo demasiado competente, y pronto las cosas se le complican en el trabajo y también en la vida, cuando unos facinerosos lo implican, bajo amenazas, en una trama para acabar con un tío de Timothy que, a la sazón, es un juez duro de roer.
En cumplimiento del indeseado papel, Timothy aterriza en casa de un pariente que no quiere ni verlo. Y tal es así que Timothy acaba desapareciendo (no digo cómo) y apareciendo -ni siquiera él sabe cómo- en la apartada residencia de un comisario corrupto; y, más en concreto, en la cama, junto a la esposa del comisario, y como su madre lo trajo al mundo.
Al comisario, un tipo corrupto, politizado y en cierta forma meapilas, hay que echarle de comer aparte, pero no menos que a su esposa y a la tía de esta. La aparición de un caballero desnudo en la cama de la esposa tiene varias lecturas, según el personaje, y a eso juega Sharpe, porque la mayor parte de los malos entendidos derivan de las distintas interpretaciones de una misma realidad. Pero la “solución” que da el comisario acaba implicando a la señora Midden, que, como una maldición, “regenta” una casa de locos, una mansión grotesca en la que conviven decenas de parientes gracias a un viejo y delirante testamento. 
           Timothy, el comisario, su esposa y la parentela de esta, el personal de la comisaría, los Midden y su entorno... Todos son para pegarse un tiro. Lo peor de cada casa.  Y así se va liando la cosa hasta, de catástrofe en catástrofe, desembocar en el final que, en esta novela sí, tiene algo de punto culminante.
           El repertorio de personajes es muy amplio, lo que obliga a Sharpe a utilizar el detalle para definirlos con rapidez. Son muchas las historias que sin afectar a la trama se narran. Pero no es un demérito, sino al contrario, porque parte de la gracia está en averiguar la alineación planetaria precisa para que se dé cada uno de los muchos desaguisados que llegamos a conocer. Es más, donde la mayoría de los autores pierden pie forzando casualidades, Sharpe aprovecha para contarnos historias tan divertidas que a su fin todo está justificado y nada parece traído por los pelos. Dentro de los personajes, tienen un papel principal los típicos en Sharpe: los tipos pagados de sí mismos pero incompetentes, que ven en peligro su posición, los gruñones irascibles e intransigentes (además de racistas y chapados a la antigua) y, cómo no, los torpes e incapaces de prever las consecuencias de sus actos.
         Una novela, en resumen, tan de Sharpe como el mismo Sharpe, y que incluye una contundente critica a los efectos y métodos del thatcherismo.



Thomas Ridley Sharpe
1928-2013

jueves, 7 de noviembre de 2013

El policía descalzo de la Plaza San Martín - Ernesto Mallo



            Estupenda novela de Ernesto Mallo, la segunda del comisario Lascano, el Perro.
Más o menos recuperado en la clandestinidad del balazo con que los militares casi se lo quitan de en medio, Lascano está fuera de la policía, donde la mayoría lo da por muerto, pero entra en los planes del caballero que lo ha hecho cuidar y que se apresta a defender su propio nidito de corrupción aupándose a la dirección policial de un país donde el gobierno militar ya ha quedado atrás. El comienzo de la novela enlaza así (al margen del salto temporal) con el final de Crimen en el barrio del Once, novela que es conveniente haber leído antes, aunque no imprescindible.
            Y Lascano, tan pachucho todavía, se enfrenta a cinco problemas. El primero, que su dudoso valedor dura en el puesto lo que tarda en sentarse en la silla, lo cual provoca, al saberse sus planes para Lascano, que el Perro se convierta de nuevo en objetivo del poder corrupto. El segundo, que la fugaz relación con Eva en la primera novela, la “subversiva” que le recordaba a su fallecida esposa, ha devenido en enamoramiento, y Lascano quiere encontrarla aunque ni siquiera sabe qué pasará entonces. El tercero, que buena parte de su mundo ha desaparecido (ya no forma parte de la policía, ni tiene vivienda, ni modo de vida, ni prácticamente amigos, ni nada). El cuarto, que los mandamases de un banco le encomiendan una misión con la cual podrá ganar bastante dinero y salir del atolladero: encontrar al tipo que les ha birlado, mediante un atraco, un millón de dólares que por una de esas casualidades de la vida no figuraban donde tenían que figurar. Y el quinto, que un fiscal jovencillo anda empeñado en hacer justicia en relación a los crímenes cometidos por los militares, y Lascano es un testigo útil contra el mayor Giribaldi.
            Las historias se alternan. La de Lascano, la de Giribaldi, la del fiscal que acaba sacrificando el amor al trabajo, mal que le pese, la de Miranda, un singular atracador que es también, a su manera, un caballero... Todo se entrecruza, mezclado con la visión de la situación política argentina, los logros y las carencias, los actos, las omisiones y los cierres en falso,  de forma que el conjunto avanza acompasado hasta el final, todo directo, escueto, sin palabras vanas, con una prosa de una notable calidad y con una buena carga de crítica. La novela, pese a ceñirse a los hechos, rezuma sentimientos, muchos de los cuales nacen del miedo: el odio, la impotencia... Y casi, más que nacer del miedo, algunos nacen del terror, porque cuando la amenaza proviene de quien debería defenderte, que es lo que ocurre cuando la corrupción devora las instituciones, la vida es un sálvese quien pueda. La brutalidad, siempre latente, impregna la vida de casi todos los personajes; unos como ejecutores, otros como víctimas. El régimen militar ha caído, pero para Lascano han cambiado poco las cosas.
            En ese entorno el protagonista tiene mucho de idealista, pero también de jugador, pues se mueve por el mundo apostando a cuáles serán las reacciones de cada cual. Solo así puede anticipar, a falta de otros medios, los movimientos ajenos. Aunque para ciertos detalles “logísticos” necesarios para sacar la acción adelante, conserva contactos que en ocasiones puntuales le permiten ventajas policiales.
            Los diálogos siguen el mismo esquema que en Crimen en el barrio del Once, pero si entonces me costó un poco adaptarme, ahora los hubiera echado de menos, porque la forma en que están hechos (aunque alguna vez generen alguna confusión acerca de quién habla), con párrafos en cursiva donde cada intervención rara vez contiene más de una frase, producen sensación de inmediatez y realismo, debido a que el narrador se volatiliza dejando a los personajes a solas con el lector. La sensación -ahora hay narrador, ahora no-, merece la pena; cuando no lo hay el lector queda tan metido en la historia que enseguida agradece que vuelva el narrador a protegerlo interponiéndose entre el lector y los hechos, no vaya a ser que a alguien se le escape un tiro; aunque el deseo de volver de nuevo a primera línea no tarda en surgir.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Con el agua al cuello – Petros Márkaris




            Petros Márkaris está de moda desde hace no mucho a consecuencia, fundamentalmente, de su “trilogía de la crisis”. Tres novelas del comisario Kostas Jaritos que tienen como marco la crisis griega. Con el agua al cuello es la primera de las tres, publicada en 2010. Liquidación final es de 2011 y Pan, educación, libertad de 2013 (estas dos todavía no las he leído). Tres novelas en cuatro años. Lo subrayo porque el personaje nació en 1995 con Noticias de la noche,  y hasta 2008 solo acumuló seis títulos que, en realidad, son cinco, porque Balkan Blues es un conjunto de relatos donde la presencia de Jaritos es testimonial en un par de ellos e inexistente en el resto.
            En 2010, momento en que sitúa la novela, los problemas de Grecia no han hecho más que comenzar: el denominado “rescate” ha implicado medidas duras para la población, impuestas directa o indirectamente por “la Troika”, como reducción de salarios públicos o la prolongación de la edad de jubilación; quizá por el entorno en que se mueve Jaritos se hace más hincapié en la situación de los empleados públicos y su entorno, dejando un poco de lado la situación del sector privado. Pero también refleja la situación de irrealidad en la que vive la mayoría de la ciudadanía, aunque seguramente esto me llama la atención a mí más que a otros lectores  por una cuestión de “deformación académica”, porque si hay algo clave para intentar comprender el funcionamiento de la economía es la alegría con la que se toman las decisiones individuales sin pensar jamás en sus consecuencias colectivas -a pesar de que esas consecuencias, antes o después, se vuelven contra el individuo, y ya tenemos experiencia para saberlo-, y cómo se sobrevalora el corto plazo respecto al largo plazo.
            La novela comienza cuando un ex banquero aparece decapitado en el jardín de su casa. El asunto, lo bastante espectacular como para captar de inmediato la atención del lector, parece un asesinato común, pero puede ser también un atentado terrorista y como Grecia parece estar rindiendo pleitesía a Europa, esta última hipótesis permite hacer la pelota entre bastidores a los “aliados” europeos, siempre preocupados por el terrorismo; es decir, si fuera un atentado terrorista, Grecia, capturando a los responsables, tendría ocasión de demostrar que es un país eficaz y de fiar. De esta forma Jaritos, secundado por su jefe, Guikas, además de hacer frente a la investigación debe sortear también a unos responsables antiterroristas griegos -comandados por el director de la Policía-, demasiado ineptos como para no ver en esta incompetencia un recurso facilón para obviar el obstáculo que unos personajes más realistas hubieran supuesto.
            Como en tantas novelas de este género, y como otras de Márkaris, pronto nos encontramos con un asesino en serie, lo cual da dos facilidades al escritor: le permite mantener la tensión, pues a cada página puede ocurrir algo, y cada nueva actuación viene a aportar una pista, de forma que no hace falta investigar ni pensar demasiado, porque las cosas vienen solas. Es una fórmula eficaz, aunque escasamente imaginativa. Más imaginativo es, aunque desde luego bastante irreal, el móvil de los crímenes, el criminal y su modus operandi, pero tampoco es algo infrecuente en Márkaris, al igual que las desmedidas reacciones de ciertos sectores; si ya se producía algo así, creo recordar, en El accionista mayoritario, la reacción de la banca ante la aparición de pegatinas y cartelitos es tan desmesurada que, por desgracia, pone cierta distancia entre la historia y el lector. Si es una pena o no que un personaje tan real como Kostas Jaritos se vea envuelto en asuntos tan irreales, que o juzgue cada cual.
            Quizá lo más “de moda” de la novela, lo que le ha dado una fama superior a lo que la parte policiaca justifica, es que la víctimas forman parte del sistema financiero, al que la población –y no se sabe si el autor- responsabiliza de la crisis. Juega Márkaris con el viento a favor, porque la necesidad del ser humano de eludir su propia responsabilidad ha venido a echar toda la culpa de la situación a los bancos, solución cómoda y que más o menos todo el mundo da ya por buena a fuerza de repetición, pero irreal, porque los bancos,  con todos sus abusos, no han sido una isla, y su irresponsabilidad solo ha sido posible en un mundo donde a menudo se han confundido previsiones con deseos -lo cual también es bastante irresponsable-, y donde lo que se quiere se ha confundido frecuentemente  con lo que se puede. En estas condiciones el tortazo es siempre cuestión de tiempo. Los personajes de Márkaris responden a este perfil. Todos se preocupan por lo que pierden, pero ninguno se pregunta con realismo cómo es posible solucionarlo. Y a falta de una solución, eligen un culpable. Por eso caen en la fácil demagogia de “a los bancos se les salva con dinero público y a las personas se las abandona a su suerte”, cuando en realidad nada habría más catastrófico para la sociedad que la caída del sistema financiero; todos los personajes de esta novela hablan como si la quiebra de los bancos afectara a los bolsillos de sus accionistas o al de sus ejecutivos, y no al de los millones de pequeños depositantes, a cualquiera que tuviera una cuenta corriente, que siempre serían los más afectados por la quiebra. Cierto es que muchos banqueros han abusado amparados en la importancia de su actividad (sabedores de que no se puede dejar caer un sistema financiero) pero los personajes de la novela no entran ahí, no llegan a tanto; se limitan a identificar bancos y banqueros, como si fueran la misma cosa,  como si para echar al capitán hubiera que permitir el hundimiento del barco, sin darse cuenta de que ellos también navegan en él; se limitan a reflejar ese extendido sentir y la consiguiente sensación de injusticia, amén de la angustia por lo incierto del futuro. La idea ha calado en ellos porque es simple, aunque la realidad sea mucho más compleja, y por tanto la idea es peligrosa, porque como en base a ella no puede resolverse nada; darle vueltas y más vueltas solo puede llevar a la exasperación. De ahí que en las páginas del libro se adivine ya el círculo vicioso. El mérito de esta novela es recoger ese sentir, que no preludia nada bueno.
            Y de esta idea viene lo más llamativo: que el lector, como algunos de los personajes temen que ocurra, por una vez no se siente demasiado alejado del presunto sentir de los criminales (no de sus acciones, claro). Aunque el final... Ya he apuntado que es un salto mortal donde, como en otras novelas del autor, los motivos personales llevados al extremo original un cuadro “de novela”, que no de realidad.
            Por lo demás, el bueno de Kostas Jaritos sigue informándonos de sus vicisitudes familiares (una familia a la que la crisis ha vapuleado más el espíritu que el día a día) y lleva la investigación dando palos de ciego, de tal forma que casi todo el libro es una crónica, y solo al final la solución a la intriga coge un rumbo, el rumbo, para desembocar rápidamente en el desenlace, algo peliculero. Si las novelas de Jaritos tienen tanto de policíacas como de costumbristas, el costumbrismo en esta ocasión gana claramente la partida.
            Una novela interesante pero no tanto porque analice con mucho o poco rigor las causas de la crisis, como por la forma en que refleja el sentir que la crisis ha causado. Al no entrar directamente en su valoración –a pesar de la recurrente idea de que los griegos llevan años viviendo a crédito-, Márkaris parece considerar justificado ese sentimiento, a pesar de que ninguna crisis se ha solucionado nunca a través de un chivo expiatorio.